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sábado, 13 de septiembre de 2008

LO QUE NOS SEPARA

Lo que nos separa
GONZALO GARCÉS 13/09/2008
Curioso que no se diga más a menudo: a los argentinos no les gusta la literatura española. Y los españoles suelen devolvernos la cortesía. Borges, en España, fue aceptado a regañadientes; en Argentina nombres como Cela, Goytisolo, Benet o Marsé significan poco o nada. Algo hay en la narrativa argentina que inspira ocasional respeto, pero acaba siempre por irritar. Al respecto resulta ejemplar el "desembarco" en España del actual canon argentino: Aira, Saer, Piglia, Fogwill. Un desembarco que desde hace años está siempre en marcha pero nunca se concreta, si tomamos como parámetros la aceptación del mercado, la permanencia en la memoria de la crítica -no el aplauso de una vez- y la influencia en escritores locales.
Esta sorda hostilidad se resume en algunos tópicos: los narradores argentinos serían pretenciosos, sesudos, liados; los españoles, verbosos, crasamente realistas, proclives a volutas cortesanas, plúmbeos. Que la entrada al mercado español sea hoy la ambición de todo escritor argentino, aun los vanguardistas, o sobre todo los vanguardistas, no impide la persistencia del viejo complejo de superioridad. Todo escritor argentino siente que tiene más conciencia de los ridículos posibles y menos ingenuidades que su colega español, aunque no pueda decir de dónde viene esta impresión. Yo entiendo que entre uno y otro hay una sola diferencia generalizable: la mala conciencia.
Hagamos un repaso. Hay en la narrativa argentina una figura recurrente: el individuo que se desprecia, y que en ese desprecio funda su identidad y, por así decirlo, su dignidad peculiar. Así es Erdosain, el protagonista de Los siete locos, de Roberto Arlt. ¿Por qué se desprecia Erdosain? Por su falta de ardor revolucionario, a veces; otras por cornudo o cobarde; al cabo, queda la impresión de que cualquier leitmotiv serviría. En El Sur, que Borges juzgaba su mejor cuento, un hombre sedentario y libresco alucina su propia muerte tal como la habría deseado: a cielo abierto, cuchillo en mano y acometiendo. Que esa muerte se intuya como expresión de deseos da al cuento su patetismo específicamente argentino. Por su parte, la mala conciencia intelectual de Cortázar es responsable por los pasajes más pretenciosos de Rayuela; su mala conciencia política, por el horrendo Libro de Manuel.
Hay casos más problemáticos. Manuel Puig, para muchos precursor de esa ligereza desacomplejada que iba a copar el mercado en los años noventa, escribió algunos de sus mejores libros desde el malestar. A cada álter ego -Molina en El beso de la mujer araña, Ana en Pubis angelical-, le asignó como interlocutor un personaje diseñado para aleccionarlo y escarnecerlo en nombre de la acción política. Estos personajes, pese a la autoridad moral que Puig les concede, son estereotipos. Es que encarnan un reproche, no una visión personal sobre la Revolución o el peronismo: cosas que Puig no tenía, pues no le interesaban realmente. Sabía, eso sí, lo que un peronista o un comunista ortodoxo le podían reprochar, y para mortificarse asumió ese discurso como propio.
En cuanto a César Aira, paradigma de desenfado posmoderno, existe un malentendido. Porque sus novelas son artefactos que parecen enloquecer entre las manos del lector, porque sus argumentos son disparatados, porque juega con los clichés y las convenciones, se lo asocia con cierto soplo de libertad. Y en varios sentidos lo es. Pero conoce mal a Aira quien ignora hasta qué punto sus libros, ese "simulacro de actividad" según el propio autor, son un obstinado acto de resistencia contra el principio mismo de la narración, una negativa a involucrarse en el juego del arte. Son, en este sentido, una ascesis: violencia infligida por Aira sobre sí mismo, sobre el narrador que esencialmente es.
Va siendo claro, me parece, que no hablamos de "mala conciencia" en el sentido de culpa. Quizá habría que pensar, nietzscheanamente, en un volverse contra sí mismas de las pulsiones: puesto que no se puede avanzar -o no tanto como se desea-, volcarse en favor de aquello más susceptible de aniquilarnos. Mucho podría especularse sobre la relación entre esto y las sucesivas circunstancias políticas y económicas del país. Preguntarse, por ejemplo, en qué medida el mito de la "Argentina potencia" propicia la impresión, en los actores culturales, de estar llamados a destinos más altos que los que un país fracasado permite. O en qué medida el estado de excepción permanente impuesto por los gobiernos militares y peronistas tiende a desmoralizar a quienes se proponen, o deberían proponerse, perspectivas excéntricas sobre lo real (¿cómo competir en excentricidad con Menem, en desprecio por lo real con Galtieri, en desdén por las reglas con cualquier jefe de municipio?). También cabe preguntarse por las relaciones entre la mala conciencia como fenómeno cultural y el talento como rasgo individual, relaciones que, como muestran los casos mencionados, son todo menos simples.
Como fuere, es este arte de ser enemigo de sí mismo lo que los argentinos, sin saberlo, identifican como sofisticación, y su ausencia lo que los desconcierta y ofende en los españoles.
Pero ¿está de verdad desprovisto el narrador español medio de mala conciencia? A falta de un estudio que excede el espacio de esta nota, generalicemos: hay poco en la costumbrista generación del 50, en la amable literatura de la Transición y en la narrativa española actual que deje traslucir dudas. Dudas acerca del lenguaje, la forma novelesca, la relación entre escritura y estructura social, el acto mismo de escribir. A esta comodidad consigo misma, a esta suerte de plenitud del Ser, escapan unos pocos. Entre ellos, y creo que no es casualidad, los que acaso sean los únicos escritores españoles del último medio siglo que no sólo son leídos sino que ejercen magisterio sobre una o dos generaciones de argentinos: Enrique Vila-Matas y Javier Marías.
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