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jueves, 24 de abril de 2008

BORGES

Posted by Picasa


Everything and nothing
El hacedor (1960)


Nadie hubo en él; detrás de su rostro (que aun a través de las malas pinturas de la época no se parece a ningún otro) y de sus palabras, que eran copiosas, fantás¬ticas y agitadas, no había más que un poco de frío, un sueño no soñado por alguien. Al principio creyó que todas las personas eran como él, pero la extrañeza de un compañero, con el que había empezado a comentar esa vacuidad, le reveló su error y le dejó sentir para siempre, que un individuo no debe diferir de su especie. Alguna vez pensó que en los libros hallaría remedio para su mal y así aprendió el poco latín y menos griego de que habla¬ría un contemporáneo; después consideró que en el ejer¬cicio de un rito elemental de la humanidad, bien podía estar lo que buscaba y se dejó iniciar por Anne Hathaway, durante una larga siesta de junio. A los veintitantos años fue a Londres. instintivamente, ya se había adiestrado en el hábito de simular que era alguien, para que no se descubriera su condición de nadie; en Londres encontró la profesión a la que estaba predestinado, la del actor, que en un escenario, juega a ser otro, ante un concurso de personas que juegan a tomarlo por aquel otro. Las tareas histriónicas le enseñaron una felicidad singular, acaso la primera que conoció; pero aclamado el último verso y retirado de la escena el último muerto, el odiado sabor de la irrealidad recaía sobre él. Dejaba de ser Ferrex o "Tamerlán y volvía a ser nadie. Acosado, dio en imaginar otros héroes y otras fábulas trágicas. Así, mientras el cuerpo cumplía su destino de cuerpo, en lupanares y tabernas de Londres, el alma que lo habitaba era César, que desoye la admonición del augur, y Julieta, que aborrece a la alondra, y Macbeth, que conversa en el páramo con las brujas que también son las parcas. Nadie fue tantos hombres como aquel hombre, que a semejan¬za del egipcio Proteo pudo agotar todas las apariencias del ser. A veces, dejó en algún recodo de la obra una confesión, seguro de que no la descifrarían; Ricardo a¬firma que en su sola persona, hace el papel ene muchos, y Yago dice con curiosas palabras no soy lo que soy. La identidad fundamental del existir, soñar y representar le inspiró pasajes famosos.
Veinte años persistió en esa alucinación dirigida, pero una mañana le sobrecogieron el hastío y el horror de ser tantos reyes que mueren por la espada y tantos desdicha¬dos amantes que convergen, divergen y melodiosamente agonizan. Aquel mismo día resolvió la venta de su teatro. Antes de una semana había regresado al pueblo natal, donde recuperó los árboles y el río de la niñez y no los vinculó a aquellos otros que había celebrado su musa, ilustres de alusión mitológica y de voces latinas. Tenia que ser alguien; fue un empresario retirado que ha hecho fortuna y a quién le interesan los préstamos, los litigios y la pequeña usura. En ese carácter dictó el árido testa¬mento que conocernos, del que deliberadamente excluyó todo rasgo patético o literario. Solían visitar su retiro amigos de Londres, y él retomaba para ellos el papel de poeta.
La historia agrega que, antes o después de morir, se supo frente a Dios y le dijo: Yo, que tantos hombres he sido en vano, quiero ser uno y yo. La voz de Dios le contestó desde un torbellino: Yo tampoco soy; yo soñé el mundo como tú soñaste tu obra, mi Shakespeare, y entre las formas de mi sueño estabas tú, que como yo eres muchos y nadie.

LA MEMORIA DE SHAKESPEARE
Por Jorge Luis Borges
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Hay devotos de Goethe, de las Eddas y del tardío cantar de los Nibelungos; Shakespeare ha sido mi destino. Lo es aún, pero de una manera que nadie pudo haber presentido, salvo un solo hombre, Daniel Thorpe, que acaba de morir en Pretoria. Hay otro cuya cara no he visto nunca.
Soy Hermann Soergel. El curioso lector ha hojeado quizá mi Cronología de Shakespeare, que alguna vez creí necesaria para la buena inteligencia del texto y que fue traducida a varios idiomas, incluso el castellano. No es imposible que recuerde asimismo una prolongada polémica sobre cierta enmienda que Theobald intercaló en su edición crítica de 1734 y que desde esa fecha es parte indiscutida del canon. Hoy me sorprende el tono incivil de aquellas casi ajenas páginas. Hacia 1914 redacté, y no di a la imprenta, un estudio sobre las palabras compuestas que el helenista y dramaturgo George Chapman forjó para sus versiones homéricas y que retrotraen el inglés, sin que él pudiera sospecharlo, a su origen (Urprung) anglosajón. No pensé nunca que su voz, que he olvidado ahora, me sería familiar... Alguna separata firmada con iniciales completa, creo, mi biografía literaria. No sé si es lícito agregar una versión inédita de Macbeth, que emprendí para no seguir pensando en la muerte de mi hermano Otto Julius, que cayó en el frente occidental en 1917. No la concluí; comprendí que el inglés dispone, para su bien, de dos registros —el germánico y el latino— en tanto que nuestro alemán, pese a su mejor música, debe limitarse a uno solo.
He nombrado ya a Daniel Thorpe. Me lo presentó el mayor Barclay, en cierto congreso shakespiriano. No diré el lugar, ni la fecha; sé harto bien que tales precisiones son, en realidad, vaguedades.
Más importante que la cara de Daniel Thorpe, que mi ceguera parcial me ayuda a olvidar, era su notoria desdicha. Al cabo de los años, un hombre puede simular muchas cosas pero no la felicidad. De un modo casi físico, Daniel Thorpe exhalaba melancolía.
Después de una larga sesión, la noche nos halló en una taberna cualquiera. Para sentirnos en Inglaterra (donde ya estábamos) apuramos en rituales jarros de peltre cerveza tibia y negra.
—En el Punjab —dijo el mayor— me indicaron un pordiosero. Una tradición del Islam atribuye al rey Salomón una sortija que le permitía entender la lengua de los pájaros. Era fama que el pordiosero tenía en su poder la sortija. Su valor era tan inapreciable que no pudo nunca venderla y murió en uno de los patios de la mezquita de Wazil Khan, en Lahore.
Pensé que Chaucer no desconocía la fábula del prodigioso anillo, pero decirlo hubiera sido estropear la anécdota de Barclay.
—¿Y la sortija? —pregunté.
—Se perdió, según la costumbre de los objetos mágicos. Quizás esté ahora en algún escondrijo de la mezquita o en la mano de un hombre que vive en un lugar donde faltan pájaros.
—O donde hay tantos —dije— que lo que dicen se confunde.
—Su historia, Barclay, tiene algo de parábola.
Fue entonces cuando habló Daniel Thorpe. Lo hizo de un modo impersonal, sin mirarnos. Pronunciaba el inglés de un modo peculiar, que atribuí a una larga estadía en el Oriente.
—No es una parábola —dijo—, y si lo es, es verdad. Hay cosas de valor tan inapreciable que no pueden venderse.
Las palabras que trato de reconstruir me impresionaron menos que la convicción con que las dijo Daniel Thorpe. Pensamos que diría algo más, pero de golpe se calló, como arrepentido. Barclay se despidió. Los dos volvimos juntos al hotel. Era ya muy tarde, pero Daniel Thorpe me propuso que prosiguiéramos la charla en su habitación. Al cabo de algunas trivialidades, me dijo:
—Le ofrezco la sortija del rey. Claro está que se trata de una metáfora, pero lo que esa metáfora cubre no es menos prodigioso que la sortija. Le ofrezco la memoria de Shakespeare desde los días más pueriles y antiguos hasta los del principio de abril de 1616.
No acerté a pronunciar una palabra. Fue como si me ofrecieran el mar.
Thorpe continuó:
—No soy un impostor. No estoy loco. Le ruego que suspenda su juicio hasta haberme oído. El mayor le habrá dicho que soy, o era, médico militar. La historia cabe en pocas palabras. Empieza en el Oriente, en un hospital de sangre, en el alba. La precisa fecha no importa. Con su última voz, un soldado raso, Adam Clay, a quien habían alcanzado dos descargas de rifle, me ofreció, poco antes del fin, la preciosa memoria. La agonía y la fiebre son inventivas; acepté la oferta sin darle fe. Además, después de una acción de guerra, nada es muy raro. Apenas tuvo tiempo de explicarme las singulares condiciones del don. El poseedor tiene que ofrecerlo en voz alta y el otro que aceptarlo. El que lo da lo pierde para siempre.
El nombre del soldado y la escena patética de la entrega me parecieron literarios, en el mal sentido de la palabra.
Un poco intimidado, le pregunté:
—¿Usted, ahora, tiene la memoria de Shakespeare?
Thorpe contestó:
—Tengo, aún, dos memorias. La mía personal y la de aquel Shakespeare que parcialmente soy. Mejor dicho, dos memorias me tienen. Hay una zona en que se confunden. Hay una cara de mujer que no sé a qué siglo atribuir.
Yo le pregunté entonces:
—¿Qué ha hecho usted con la memoria de Shakespeare?
Hubo un silencio. Después dijo:
—He escrito una biografía novelada que mereció el desdén de la crítica y algún éxito comercial en los Estados Unidos y en las colonias. Creo que es todo. Le he prevenido que mi don no es una sinecura. Sigo a la espera de su respuesta.
Me quedé pensando. ¿No había consagrado yo mi vida, no menos incolora que extraña, a la busca de Shakespeare? ¿No era justo que al fin de la jornada diera con él?
Dije, articulando bien cada palabra:
—Acepto la memoria de Shakespeare.
Algo, sin duda, aconteció, pero no lo sentí.
Apenas un principio de fatiga, acaso imaginaria.
Recuerdo claramente que Thorpe me dijo:
—La memoria ya ha entrado en su conciencia, pero hay que descubrirla. Surgirá en los sueños, en la vigilia, al volver las hojas de un libro o al doblar una esquina. No se impaciente usted, no invente recuerdos. El azar puede favorecerlo o demorarlo, según su misterioso modo. A medida que yo vaya olvidando, usted recordará. No le prometo un plazo.
Lo que quedaba de la noche lo dedicamos a discutir el carácter de Shylock. Me abstuve de indagar si Shakespeare había tenido trato personal con judíos. No quise que Thorpe imaginara que yo lo sometía a una prueba. Comprobé, no sé si con alivio o con inquietud, que sus opiniones eran tan académicas y tan convencionales como las mías.
A pesar de la vigilia anterior, casi no dormí la noche siguiente. Descubrí, como otras tantas veces, que era un cobarde. Por el temor de ser defraudado, no me entregué a la generosa esperanza. Quise pensar que era ilusorio el presente de Thorpe. Irresistiblemente, la esperanza prevaleció. Shakespeare sería mío, como nadie lo fue de nadie, ni en el amor, ni en la amistad, ni siquiera en el odio. De algún modo yo sería Shakespeare. No escribiría las tragedias ni los intrincados sonetos, pero recordaría el instante en que me fueron reveladas las brujas, que también son las parcas, y aquel otro en que me fueron dadas las vastas líneas:
And shake the yoke of inauspicious stars
From this worldweary flesh.
Recordaría a Anne Hathaway como recuerdo a aquella mujer, ya madura, que me enseñó el amor en un departamento de Lübeck, hace ya tantos años. (Traté de recordarla y sólo pude recobrar el empapelado, que era amarillo, y la claridad que venía de la ventana. Este primer fracaso hubiera debido anticiparme los otros.)
Yo había postulado que las imágenes de la prodigiosa memoria serían, ante todo, visuales. Tal no fue el hecho. Días después, al afeitarme, pronuncié ante el espejo unas palabras que me extrañaron y que pertenecían, como un colega me indicó, al A, B, C, de Chaucer. Una tarde, al salir del Museo Británico, silbé una melodía muy simple que no había oído nunca.
Ya habrá advertido el lector el rasgo común de esas primeras revelaciones de una memoria que era, pese al esplendor de algunas metáforas, harto más auditiva que visual.
De Quincey afirma que el cerebro del hombre es un palimpsesto. Cada nueva escritura cubre la escritura anterior y es cubierta por la que sigue, pero la todopoderosa memoria puede exhumar cualquier impresión, por momentánea que haya sido, si le dan el estímulo suficiente. A juzgar por su testamento, no había un solo libro, ni siquiera la Biblia, en casa de Shakespeare, pero nadie ignora las obras que frecuentó. Chaucer, Gower, Spenser, Christopher Marlowe. La Crónica de Holinshed, el Montaigne de Florio, el Plutarco de North. Yo poseía de manera latente la memoria de Shakespeare; la lectura, es decir la relectura, de esos viejos volúmenes sería el estímulo que buscaba. Releí también los sonetos, que son su obra más inmediata. Di alguna vez con la explicación o con las muchas explicaciones. Los buenos versos imponen la lectura en voz alta; al cabo de unos días recobré sin esfuerzo las erres ásperas y las vocales abiertas del siglo dieciséis.
Escribí en la Zeitschrift für germanische Philologie que el soneto 127 se refería a la memorable derrota de la Armada Invencible. No recordé que Samuel Butler, en 1899, ya había formulado esa tesis.
Una visita a Stratford-on-Avon fue, previsiblemente, estéril.
Después advino la transformación gradual de mis sueños. No me fueron deparadas, como a De Quincey, pesadillas espléndidas, ni piadosas visiones alegóricas, a la manera de su maestro, Jean Paul. Rostros y habitaciones desconocidas entraron en mis noches. El primer rostro que identifiqué fue el de Chapman; después, el de Ben Jonson y el de un vecino del poeta, que no figura en las biografías, pero que Shakespeare vería con frecuencia.
Quien adquiere una enciclopedia no adquiere cada línea, cada párrafo, cada página y cada grabado; adquiere la mera posibilidad de conocer alguna de esas cosas. Si ello acontece con un ente concreto y relativamente sencillo, dado el orden alfabético de las partes, ¿qué no acontecerá con un ente abstracto y variable, ondoyant et divers, como la mágica memoria de un muerto?
A nadie le está dado abarcar en un solo instante la plenitud de su pasado. Ni a Shakespeare, que yo sepa, ni a mí, que fui su parcial heredero, nos depararon ese don. La memoria del hombre no es una suma; es un desorden de posibilidades indefinidas. San Agustín, si no me engaño, habla de los palacios y cavernas de la memoria. La segunda metáfora es la más justa. En esas cavernas entré.
Como la nuestra, la memoria de Shakespeare incluía zonas, grandes zonas de sombra rechazadas voluntariamente por él. No sin algún escándalo recordé que Ben Jonson le hacía recitar hexámetros latinos y griegos y que el oído, el incomparable oído de Shakespeare, solía equivocar una cantidad, entre la risotada de los colegas.
Conocí estados de ventura y de sombra que trascienden la común experiencia humana. Sin que yo lo supiera, la larga y estudiosa soledad me había preparado para la dócil recepción del milagro.
Al cabo de unos treinta días, la memoria del muerto me animaba. Durante una semana de curiosa felicidad, casi creí ser Shakespeare. La obra se renovó para mí. Sé que la luna, para Shakespeare, era menos la luna que Diana y menos Diana que esa obscura palabra que se demora: moon. Otro descubrimiento anoté. Las aparentes negligencias de Shakespeare, esas absence dans l'infini de que apologéticamente habla Hugo, fueron deliberadas. Shakespeare las toleró, o intercaló, para que su discurso, destinado a la escena, pareciera espontáneo y no demasiado pulido y artificial (nicht allzu glatt und gekünstelt). Esa misma razón lo movió a mezclar sus metáforas.
my way of life
Is fall'n into the sear, the yellow leaf
Una mañana discerní una culpa en el fondo de su memoria. No traté de definirla; Shakespeare lo ha hecho para siempre. Básteme declarar que esa culpa nada tenía en común con la perversión.
Comprendí que las tres facultades del alma humana, memoria, entendimiento y voluntad, no son una ficción escolástica. La memoria de Shakespeare no podía revelarme otra cosa que las circunstancias de Shakespeare. Es evidente que éstas no constituyen la singularidad del poeta; lo que importa es la obra que ejecutó con ese material deleznable.
Ingenuamente, yo había premeditado, como Thorpe, una biografía. No tardé en descubrir que ese género literario requiere condiciones de escritor que ciertamente no son mías. No sé narrar. No sé narrar mi propia historia, que es harto más extraordinaria que la de Shakespeare. Además, ese libro sería inútil. El azar o el destino dieron a Shakespeare las triviales cosas terribles que todo hombre conoce; él supo transmutarlas en fábulas, en personajes mucho más vividos que el hombre gris que los soñó, en versos que no dejarán caer las generaciones, en música verbal. ¿A qué destejer esa red, a qué minar la torre, a qué reducir a las módicas proporciones de una biografía documental o de una novela realista el sonido y la furia de Macbeth?
Goethe constituye, según se sabe, el culto oficial de Alemania; más íntimo es el culto de Shakespeare, que profesamos no sin nostalgia. (En Inglaterra, Shakespeare, que tan lejano está de los ingleses, constituye el culto oficial; el libro de Inglaterra es la Biblia.)
En la primera etapa de la aventura sentí la dicha de ser Shakespeare; en la postrera, la opresión y el terror. Al principio las dos memorias no mezclaban sus aguas. Con el tiempo, el gran río de Shakespeare amenazó, y casi anegó, mi modesto caudal. Advertí con temor que estaba olvidando la lengua de mis padres. Ya que la identidad personal se basa en la memoria, temí por mi razón.
Mis amigos venían a visitarme; me asombró que no percibieran que estaba en el infierno.
Empecé a no entender las cotidianas cosas que me rodeaban (die alltägliche Umwelt). Cierta mañana me perdí entre grandes formas de hierro, de madera y de cristal. Me aturdieron silbatos y clamores. Tardé un instante, que pudo parecerme infinito, en reconocer las máquinas y los vagones de la estación de Bremen.
A medida que transcurren los años, todo hombre está obligado a sobrellevar la creciente carga de su memoria. Dos me agobiaban, confundiéndose a veces: la mía y la del otro, incomunicable.
Todas las cosas quieren perseverar en su ser, ha escrito Spinoza. La piedra quiere ser una piedra, el tigre un tigre, yo quería volver a ser Hermann Soergel.
He olvidado la fecha en que decidí liberarme. Di con el método más fácil. En el teléfono marqué números al azar. Voces de niño o de mujer contestaban. Pensé que mi deber era respetarlas. Di al fin con una voz culta de hombre. Le dije:
—¿Quieres la memoria de Shakespeare? Sé que lo que te ofrezco es muy grave. Piénsalo bien.
Una voz incrédula replicó:
—Afrontaré ese riesgo. Acepto la memoria de Shakespeare.
Declaré las condiciones del don. Paradójicamente, sentía a la vez la nostalgia del libro que yo hubiera debido escribir y que me fue vedado escribir y el temor de que el huésped, el espectro, no me dejara nunca.
Colgué el tubo y repetí como una esperanza estas resignadas palabras:
Simply the thing I am shall make me live.
Yo había imaginado disciplinas para despertar la antigua memoria; hube de buscar otras para borrarla. Una de tantas fue el estudio de la mitología de William Blake, discípulo rebelde de Swedenborg. Comprobé que era menos compleja que complicada.
Ese y otros caminos fueron inútiles; todos me llevaban a Shakespeare.
Di al fin con la única solución para poblar la espera: la estricta y vasta música: Bach.
P.S. 1924 —Ya soy un hombre entre los hombres. En la vigilia soy el profesor emérito Hermann Soergel, que manejo un fichero y que redacto trivialidades eruditas, pero en el alba sé, alguna vez, que el que sueña es el otro. De tarde en tarde me sorprenden pequeñas y fugaces memorias que acaso son auténticas.

Al otro, a Borges, era a quien le ocurrían las cosas.

Al otro, a Borges, era a quien le ocurrían las cosas. Yo me demoro en las librerías de viejo de las ciudades que visito, tratando de descubrir, acaso ya mecánicamente, algún título suyo que aún no conozca. El otro imaginó una Biblioteca compuesta por libros de cuatrocientas diez páginas, cuarenta renglones en cada página y ochenta letras en cada renglón que permitían todas las posibles combinaciones de veinticinco signos ortográficos. A mí se me ha dado la infinita misión de fatigar las páginas informes de la Red (que otros llaman el Texto), en idiomas que ignoro, por espacios con enlaces que se bifurcan, para buscar una nueva referencia, un escrito recuperado, la lista definitiva de todas sus reseñas, de cada palabra que él escribió y que sólo el azar, o lo que engañosamente denominamos azar, puede redimir del abandono. Convencido de que siempre hay una forma de burlar el juego, trato de enmendar esa broma cabalística que lo llevo a llamar completas a unas cuantas de sus obras, quizás esperando que alguien como yo escribiera un prólogo que contuviera no sólo la obra, sino el espíritu de la obra, los comentarios de sus textos, la refutación de esos comentarios, la crítica a esas refutaciones, de manera que la propia obra fuera innecesaria y cayera definitivamente en el olvido. Por eso, tal vez, me guste la perfección de los laberintos y de las rayas de los tigres, la certeza de los espejos y del filo de las espadas, la precisión de la prosa de Kipling, y no como al otro, que compartía conmigo esas preferencias, pero de un modo vanidoso que lo convertía en un personaje de sí mismo. Alguna vez quise escribir como él y dejar de tener esta existencia vicaria que me anula y me margina, pero no caí en la tentación de leer sus propios cuentos. Para eso, en muchas noches de insomnio que sólo la labor obsesiva de escribir notas al margen pudo aliviar, estudié con detenimiento ciertas obras fundamentales: la poesía completa de Lugones; una novela casi críptica de Macedonio Fernández; el Paraíso perdido de Milton, en una edición española de 1693; determinados pasajes de la obra inmortal que escribieron los hombres que llamamos Homero; la traducción que Sir Richard Burton hizo del Libro de las Mil Noches y Una Noche; la primera versión inglesa de Plinio, la de Philemon Holland; un estudio comparativo entre las Églogas de Jacopo Sannazaro y La Guerra de los Mundos de Wells; dos notas apócrifas sobre un análisis del ritmo poético de la Völsunga Saga (1796);la correspondencia entre Mosco de Sicarusa y Tales de Mileto, con un breve prefacio de Coleridge; un opúsculo de Cyrilus Ossean titulado Die Negation als Ausdrucksform mit besonderer Berücksichtigung; algunos aforismos de Chesterton acerca de las convenciones y los gatos. No quiero cansar al paciente lector con otras obras de menor importancia que me llevaron por fin al momento en el que empecé a escribir mi primer cuento, ni creo que sea necesario recordar que a pesar de empeñar todos mi esfuerzos no logré comenzarlo con esta frase: “El catorce de enero de 1922, Emma Zunz, al volver de la fábrica de tejidos Tarbusch y Loewenthal, halló en el fondo del zaguán una carta, fechada en el Brasil, por la que supo que su padre había muerto”. Nada me cuesta confesar que podría haber logrado mejores páginas que el otro, pero no las mismas, que a él lo han salvado y a mí sólo me dejaron esta vana costumbre de estar triste. Yo estoy destinado a perderme, definitivamente, y sólo algunas de mis páginas podrán sobrevivir en el otro y perfeccionarlo en su gloria. Poco a poco voy reconstruyendo su vasta vida a través del espejo y la memoria, me convierto en un hombre trabajado por el tiempo, un hombre que ha aprendido a agradecer las modestas limosnas del destino: una vieja parábola sobre mariposas y guerreros, la lectura de la Cosmogonía de Snorri Sturluson, una descripción de la batalla de Chacabuco, la metáfora “And miles to go before I sleep”, el soldado por cuyo amor desfalleció Matilde Urbach, comprender que la vigilia es otro sueño que sueña no soñar. Angelus Silesius entendió que para seguir leyendo, habría de ser uno mismo el libro y también la esencia del libro. Yo he de desvanecerme en Borges, no permanecer en mí (si es que alguien soy yo), y cada vez me reconozco más en las milongas y el arrabal, fui cambiando poco a poco la dulce sonoridad del italiano por el rudo sajón, la poesía de Machado por los torpes versos de Evaristo Carriego, la exactitud de los relojes por los juegos con el tiempo y el infinito, estas sombras que se alzan sobre el incesante galope de mis dioptrías, los espejos en los que ya apenas me entreveo, estas gafas inútiles que voy perdiendo la costumbre de ponerme. Ya no podré leer a Shakespeare ni a Spinoza, pero esos autores eran de Borges, que los falseaba y magnificaba, y yo tendré que ponerme a hacer otra cosa. Ya no habrá sino recuerdos, tardes merecidas por la pena, noches que serán la misma noche. Nadie pierde sino lo que no tiene y no ha tenido nunca, y yo sólo tuve la fiel memoria, que ya es del otro. Sólo me queda la esperanza de que la muerte nos iguale, que no el olvido.

No sé cuál de los dos soñó esta página.

Espergesia VALLEJO

Yo nací un día
que Dios estuvo enfermo.

Todos saben que vivo,
que soy malo; y no saben
del diciembre de ese enero.
Pues yo nací un día
que Dios estuvo enfermo.

Hay un vacío
en mi aire metafísico
que nadie ha de palpar:
el claustro de un silencio
que habló a flor de fuego.

Yo nací un día
que Dios estuvo enfermo.

Hermano, escucha, escucha...
Bueno. Y que no me vaya
sin llevar diciembres,
sin dejar eneros.
Pues yo nací un día
que Dios estuvo enfermo.

Todos saben que vivo,
que mastico... y no saben
por qué en mi verso chirrían,
oscuro sinsabor de ferétro,
luyidos vientos
desenroscados de la Esfinge
preguntona del Desierto.

Todos saben... Y no saben
que la Luz es tísica,
y la Sombra gorda...
Y no saben que el misterio sintetiza...
que él es la joroba
musical y triste que a distancia denuncia
el paso meridiano de las lindes a las Lindes.

Yo nací un día
que Dios estuvo enfermo,
grave.

No soy nada. PESSOA

No soy nada.
Nunca seré nada.
No puedo querer ser nada.
Aparte de eso, tengo en mí todos los sueños del mundo.

Ventanas de mi cuarto,
De mi cuarto de uno de los millones del mundo que nadie sabe quién es
(Y si supieran quién es, qué sabrían?),
De ahí para el misterio de una calle cruzada constántemente por gente,
Para una calle inaccesible a todos los pensamientos,
Real, imposíblemente real, cierta, desconocídamente cierta,
Con el misterio de las cosas por debajo de las piedras y de los seres,
Con la muerte por la humedad en las paredes y pelos blancos en los hombres,
Con el Destino conduciendo la carroza de todo por la avenida de nada.

Estoy hoy vencido, como si supiera la verdad.
Estoy hoy lúcido, como si estuviera para morir,
Y no tuviera más hermandad con las cosas
Sinó una despedida, tornándose esta casa y este lado de la calle
La hilera de carruajes de un convoy, y una partida silbatada
De dentro de mí cabeza,
Y una sacudida de mis nervios y un crujir de huesos en la ida.

Estoy hoy perplejo, como quien pensó y creyó y olvidó.
Estoy hoy dividido entre la lealtad que debo
A la Tabaquería del otro lado de la calle, como cosa real por fuera,
Y a la sensación de que todo es sueño, como cosa real por dentro.

Fallé en todo.
Como no hice propósito ninguno, tal vez todo fuera nada.
El aprendizaje que me dieron,
Descendí de ella por la ventana de los fondos de la casa.
Fui hasta el campo con grandes propósitos.
Mas allá encontré sólo hierbas y árboles,
Y cuando había gente era igual a la otra.
Salgo de la ventana, me siento en una silla. En qué he de pensar?

Qué se to de lo que seré, yo que no sé lo que soy?
Ser lo que pienso? Pero pienso tanta cosa!
Y hay tantos que piensan ser la misma cosa que no puede haber tantos!
Genio? En este momento
Cien mil cerebros se conciben en sueño genios como yo,
Y la historia no marcará, quién sabe?, ni uno,
Ni habrá sinó mierda de tantas conquistas futuras.
No, no creo en mí.
En todos los manicomios hay enfermos locos con tantas certezas!
Yo, que no tengo ninguna certeza, soy más cierto o menos cierto?
No, ni en mí...
En cuántas mansardas y no-mansardas del mundo
No estan en este momento genios-para-sí-mismos soñando?
Cuántas aspiraciones altas y nobles y lúcidas -
Sí, verdaréramente altas y nobles y lúcidas -,
Y quién sabe si realizables,
Nunca verán la luz del sol real ni hallarán oidos de gente?
El mundo es para quien nace para conquistarlo
Y no para quien sueña que puede conquistarlo, aunque tenga razón.
Tengo soñado más que lo que Napoleón hizo.
Tengo apretado al pecho hipotético más humanidades que las de Cristo,
Tengo hechas filosofías en secreto que ningún Kant escribió.
Mas soy, y tal vez seré siempre, el de la mansarda,
Aunque no viva en ella;
Seré siempre el que no nació para eso;
Seré siempre sólo el que tenga cualidades;
Seré siempre el que esperó que le abriesen la puerta al pie de una pared sin puerta,

Y cantó la canción del Infinito en una capoeira,
Y oyó la voz de Dios en un pozo tapado.
Creer en mí? No, ni en nada.
Derrameme la Naturaleza sobre la cabeza ardiente
Su sol, su lluvia, el viento que me halla el pelo,
E el resto que venga si viene, o tenga que venir, o no venga
Esclavos cardíacos de las estrellas,
Conquistamos todo el mundo antes de levantarnos de la cama;
Mas despertamos y él es opaco,
Nos levantamos y él es ajeno,
Salimos de casa y él es la tierra entera,
Más el sistema solar y la Via Láctea y el Indefinido.

(Come chocolates, pequeña;
Come chocolates!
Mira que no hay más metafísica en el mundo sinó chocolates.
Mira que las religiones todas no enseñan más que la confitería.
Come, pequeña sucia, come!
Pudiera yo comer chocolates con la misma verdad con que comes!
Pero yo pienso y, al tirar el papel de plata, que es de hoja de estaño,
Dejo todo por el suelo, como hube dejado la vida.)

Pero al menos queda de la amargura de lo que nunca seré
La caligrafia rapida de estos versos,
Pórtico partido para el Imposible.
Pero al menos consagro a mí mismo un desprecio sin lágrimas,
Noble al menos en el gesto largo con el que tiro
La ropa sucia que soy, en rol, para el decurso de las cosas,
Y quedo en casa sin camisa.

(Tú que consuelas, que no existes y por eso consuelas,
O diosa griega, concebida como estatua que fuera viva,
O patricia romana, imposiblemente noble y nefasta,
O princesa de trovadores, gentilisima y colorida,
O marquesa del siglo dieciocho, escotada y lejana,
O cocot(*) célebre del tiempo de nuestros padres,
O no sé qué moderno - no concibo bien el qué -
Todo eso, sea lo que fuere, que seas, si puede inspirar que inspire!
Mi corazón es un balde despejado.
Como los que invocan espíritus invocan espíritus invoco
A mí mismo y no encuentro nada.
Llego a la ventana y veo la calle con una nitidez absoluta.
Veo las tiendas, veo los paseos, veo los autos que pasan,
Veo los entes vivos vestidos que se cruzan,
Veo los canes que también existen,
Y todo esto me pesa como una condena al exilio,
Y todo esto es extranjero, como todo.)

Viví, estudié, amé y hasta creí,
Y hoy no hay mendigo que yo no envidie solo por no ser yo.
Miro a cada uno de los andrajos y las llagas y la mentira,
Y pienso: tal vez nunca vivieras ni estudiaras ni amases ni creyeras
(Porque es posible hacer la realidad de todo eso sin hacer nada de eso);
Tal vez hallas existido apenas, como un lagarto a quien cortan el rabo
Y que es rabo para abajo del lagarto remezcládamente

Hice de mí lo que supe
Y lo que podía hacer de mí no lo hice.
El dominó(**) que vestí era yerrado.
Conociéronme después por quien no era y no desmentí, y me perdí.
Cuando quise sacar la máscara,
Estaba pegada a la cara.
Cuando la saqué y me vi al espejo,
Ya había envejecido.
Estaba ebrio, ya no sabía vestir el dominó que no había sacado.
Dejé fuera la máscara y dormi en el bestiario
Como un perro tolerado por la gerencia
Por ser inofensivo
Y voy a escribir esta historia para probar que soy sublime.

Esencia musical de mis versos inútiles,
Quien me diera encontrarme como cosa que yo hiciera,
Y no quedase siempre delante de la Tabaquería de delante,
Tacoñando a los pies la consciencia de estar exisitendo,
Como un tapete en que un borracho tropieza
O un felpudo que los gitanos robaron y no valia nada.

Mas el Dueño de la Tabaquería llegó a la puerta y se quedó en la puerta.
Lo miró con el desconforto de la cabeza mal girada
Y con el desconforto de la alma mal-entendiendo.
Él morirá o yo moriré.
Él dejará la pizarra, yo dejaré los versos.
A cierta altura morirá la pizarra también, los versos también.
Después de cierta altura morirá la calle donde estuvo la pizarra,
Y la lengua en que fueran escritos los versos.
Morirá después el planeta girante en que todo esto se dio.
En otros satélites de otros sistemas cualquier cosa como gente
Continuará hacienco cosas como versos y viviendo por bajo de cosas como pizarras,

Siempre una cosa de frente de la otra,
Siempre una cosa tan inútil como la otra,
Siempre el imposible tan estúpido como el real,
Siempre el misterio del fondo tan cierto como el sueño de miterio de la superficie,
Siempre esto o siempre otra cosa o ni una cosa ni otra.

Mas un hombre entró en la Tabaquería (para comprar tabaco?)
Y la realidad plausible cae de repente encima de mí.
Me semiergo enérgico, convencido, humano,
Y voy a intentar escribir estos versos en que digo lo contrario.

Enciendo un cigarro al pensar en escribirlos
Y saboreo en el cigarro la libertación de todos los pensamientos.
Sigo el humo como una ruta propia,
Y gozo, en un momento sensitivo y competente,
La libertación de todas las especulaciones
Y la consciencia de que la metafísica es una consecuencia de estar mal dispuesto.

Después me dejo para atrás en la silla
Y continúo fumando.
Mientras el Destino me lo conceda, continuaré fumando.

(Si yo me casara con la hija de mi lavandera
Tal vez fuera feliz.)
Visto eso, me levanto de la silla. Voy a la ventana.
El hombre salió de la Tabaquería (metiendo cambio en el bolsillo de las calzas?)
Ah, lo conozco, es Estevez sin metafísica.
(El Dueño de la Tabaquería llegó a la puerta.)
Como por un instinto divino Estevez se dio vuelta y me vio.
Me señó adiós, le grité Adios Oh Estevez!, y el universo
Se me renconstruyó sin ideal ni esperanza, y el Dueño de la Tabaquería sonrió.

Álvaro de Campos

JULIO CORTAZAR

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Amor 77

Y después de hacer todo lo que hacen, se levantan, se bañan, se entalcan, se perfuman, se peinan, se visten, y así progresivamente van volviendo a ser lo que no son.


De Julio Cortazar.
1979
un tal Lucas