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viernes, 11 de mayo de 2007

Juan Carlos Onetti

Posted by Picasa

Juan Carlos Onetti

Juan (Una charla con Dolly de Onetti)

“ ‘Puedo ver en sueños, por lo menos, el rostro de lo que no sé’, repetía ella.”
Juan Carlos Onetti, La Vida Breve.


A pesar de los cinco minutos de retraso, el sujeto se detuvo en la cresta de su prisa a mirar el edificio. Finalmente había llegado. Una calle y un ascensor lo separaban del lugar que había deseado visitar, con indecisa avidez, desde hacía muchos años. Los carriles de alta velocidad de la avenida América rugían bajo sus pies. El polvo y el sol de ese verano madrileño, que golpeaban las paredes y los parasoles verdes, le daban al edificio un aspecto de fatiga. Su afán de llegar a ese lugar había surgido años atrás, cuando leyó una noti-cia que decía que su amigo se encontraba recluido en un apartamento del que ya nunca salía. Desde entonces, el sujeto se propuso ir a buscarlo. La única pista que tenía era el nombre de una avenida. A un océano de distancia había intentado inútilmente averiguar la dirección exacta. Su idea era escribirle una carta ineludible. A lo largo de los meses, el sujeto redactó mentalmente centenares de versiones de la carta. Sabía que su amigo era algo huraño, que no accedía fácilmente a las visitas. En la carta le hablaría de lo mucho que significaban para él todos sus libros, le diría que él también escribía, le diría que era periodista y que quería visitarlo —pero no para hacerle una entre-vista—, que su única ambición era poder darle un abrazo, saber que era real, cru-zar con él unas palabras sobre el clima o sobre el tráfico. Pero el amigo había muerto antes de que el sujeto pudiera darle vida a su sueño de viajar a visitarlo. La carta ni siquiera fue escrita. El hombre se había ido sin saber que en un perdido pueblo de ultramar, llamado Cartagena, alguien car-garía para siempre con el peso de no haberle agradecido esa lucha nocturna y so-litaria a la que tanto le debía. En el cruce de la avenida América con la calle Cartagena, el sujeto pensó en las paradojas de la vida. Imaginó lo que habría sentido si su amigo siguiera vivo en ese apartamento que asomaba su penacho vegetal en el último piso. Pensó en los derrotados de los libros de su amigo y se acercó al edificio. "Juan Carlos Onetti vive en el octavo piso", le informó el joven vigilante, in-consciente de la herida que causaba con aquello que decía, dando a entender con su entusiasmo que sabía la importancia del hombre del piso octavo. "Tome usted el ascensor. Queda al final del pasillo." Antes de sonar el timbre, el sujeto miró el gastado tapete de fique frente a la puerta. Pensó que tal vez su amigo se había limpiado allí los zapatos la última vez que entró para nunca más salir. Miró su reloj. También esto sucedía a la hora de los sueños. Pensó que ya poco le importaba llegar un poco tarde a esa cita, cuando su retraso verdadero era casi de año y medio.
* * *
“¿Qué signo sos?”, preguntó la mujer, desenfadada, argentina y fuerte. “Géminis”, dijo el sujeto, sin terminar de hacerse a la idea de que estaba en el apartamento de su amigo. “¿Géminis? ¡Qué bien! También yo soy géminis. Estoy segura de que vamos a entendernos”. Estaban sentados en la mesa del comedor. El sujeto tenía al frente un venta-nal que daba a la terraza, a las plantas con algunas flores obstinadas a pesar de la furia del verano. A un lado estaba la sala, silenciosa, llena de libros. Y a su espal-da, la muda palpitación del cuarto. “Juan es cáncer”, dijo la mujer, en un presente que hacía más notoria la pre-sencia en el cuarto. “Tiene mucho de su signo. Le gustan los espacios cerrados, protegidos. Una vez que se mete en un sitio ya no quiere salir”. A pesar del gris que la envuelve, en su cabello revuelto y con vestigios de amarillo, en sus ojos claros, en su camisa azul pálido, es fácil apreciar la sobria belleza que acompañó al amigo durante muchos años. Se levanta, mueve con pasos vivaces y casi saltarines su cuerpo de bas-quetbolista. Trae un paquete con las últimas fotos que le tomaron a Onetti. Son unas fotos extrañas, de atmósfera triste y pesada, entre sábanas y almohadas. Su mirada es la de un hombre tremendamente digno que ha vivido demasiado. “Juan conocía mucho a la gente. Con sólo ver a una persona unos minutos ya sabía cómo era y qué pensaba...” Dolly se interrumpe, una ceniza roja se apodera de sus ojos, tiene un nudo en la garganta. “Cuando Juan murió me buscaron para hacerme entrevistas pero yo no quise hablar... Pero en fin, yo sé que debo hacerlo. He estado viendo a un psicólogo y me ha dicho que soy afortunada, que tengo todo lo que él escribió, que muchos se van sin dejar nada.” Mira las fotos sobre la mesa, dice sin fuerzas: “Quitalas”. El sujeto las recoge, las oculta de su vista. “Juan hablaba poco de su infancia. Era como un tesoro que no quería que nadie conociera. Sus padres se querían muchísimo. Aún después de veinte años de casados, su padre seguía llevándole flores a su madre, eran como recién casa-dos. Juan siempre lamentó que sus padres hubieran muerto sin conocer sus libros. Creo que sólo alcanzaron a ver el primero”. “Juan supo que escribiría desde muy niño. Es curioso, porque yo siento que Juan escribió bien desde el principio, desde 'El Pozo'. Muchos van evolucionando y van llegando, pero yo siento que Juan era profundo desde los diecinueve años”. “Había leído mucho desde niño. La madre venía y apagaba la luz de noche y él seguía con una vela. En su casa había un armario enorme, uno de esos muebles antiguos, y Juan se metía allí con su gato y el libro que estaba leyendo, y se que-daba horas y horas. Él siempre tuvo esa cosa de encerrarse, que es un poco de los de cáncer, como después se encerró ahí adentro”. Mira hacia el cuarto. Se llena de valor para seguir. “También hacía la rabona en el colegio y se iba a la biblioteca y leía todo Julio Verne, las cosas de los niños...”. El sujeto piensa que a través del dolor de la mujer está sintiendo la presencia de su amigo. Después de la muerte de Onetti había decidido que, igual, iría hasta el lugar donde él había vivido, que a través de Dolly, la violinista de la sinfónica de Madrid, su compañía definitiva, la mujer de sus últimos treinta años, podría estar cerca de él. Piensa en los lazos que los unieron, en lo mucho que su amigo debía conocer a esa mujer, él que tanto conocía esa insólita mezcla de ternura y de fiereza que hay en una mujer. “Juan siempre estuvo entre mujeres. Cuando tenía doce años se iba donde las ‘minas’ y se sentaba en una sillita a mirarlas, hasta que una se acercaba y le decía: ‘Vení, mocoso’ ”. "Me acuerdo de Alcina, un amigo de él, a quien le dedicó Bienvenido Bob. Ellos vivieron juntos en Buenos Aires, cuando eran muy jóvenes y, mientras Juan se anudaba la corbata para salir de noche, el otro le decía: ‘¿Y esta noche qué va a ser? ¿Una rubia? ¿Una morena?’ ”. “En aquel tiempo Juan vivía al tope, con los amigos, con la tertulia. Tuvo una linda época en Buenos Aires, conoció a Roberto Arlt, era un hombre muy nocturno”. “Cuando nos conocimos en Buenos Aires él estaba escribiendo La vida bre-ve y un día me dijo: ‘Te metiste en mi novela’. Así fue, en la novela apareció una violinista que no tenía mucho que ver con el resto de la historia." “Cuando llegué a Montevideo quedé enloquecida. Salía con Juan y con sus amigos, con toda esa gente tan brillante —por algo le decían a Montevideo la Suiza de América— y yo lo que hacía era quedarme con la boca cerrada escu-chando todo esto, que era maravilloso...”. Dolly es incapaz de quedarse mucho tiempo sentada. Siempre hay algo que la obliga a levantarse: una nueva cerveza, una vecina que ha venido a que le presten el teléfono, el deseo de mostrar todas las ediciones de los libros de Onetti —y en todos los idiomas a que han sido traducidas— que guarda en el cajón su-perior del mueble del comedor. “El Astillero y Juntacadáveres los escribió en Montevideo. Juntacadáveres lo empezó en Buenos Aires y un día iba para su casa —para llegar a su aparta-mento debía recorrer un corredor muy largo— y dice que cuando iba por el co-rredor le vino a la mente toda la historia de El Astillero. Supongo que ya la tenía medio metida, pero ahí se le reveló todo y se entusiasmó tanto que dejó Juntaca-dáveres y escribió El Astillero más o menos de un tirón. Lo terminó en Montevi-deo, donde nos fuimos a vivir, y como en esa época no publicaba así no más, porque no era conocido, decidió mandarlo a un concurso en Buenos Aires. Yo se lo copié todo a máquina. Me acuerdo que trabajaba medio día de secretaria y, con el permiso de los jefes, lo pasé a máquina dentro de la oficina porque tenía muy poco que hacer. Entonces lo mandé y cometí un error —no me di cuenta— al po-ner la dirección de Montevideo. Yo no había visto que las bases decían que había que vivir en Buenos Aires.” “El jurado decidió que había que darle el premio, pero cuando vieron el so-bre lo descalificaron. Entonces lo publicaron, pero sin premio... La primera edición de El Astillero es bellísima." Mira pensativa el mueble del comedor. No recuerda si allá arriba está guar-dada esa edición. “Juan conoció El Astillero. Estaba en la Boca, cerca de Buenos Aires, era el astillero en ruinas del que habla en su novela. Allí también vio a la mujer de la casilla, era una mujer muy flaca que le impresionó mucho. Era una mujer de di-nero que lo había dejado todo por irse a vivir allí con un hombre”. “¿Recuerdas la escena en que Larsen huye aterrado de esa mujer, cuando va a dar a luz? Juan siempre decía que era injusto traer hijos a sufrir. Juan no fue ni padre ni abuelo, siempre vivió alejado de sus hijos y de sus nietos. Su primera separación fue muy dolorosa, lo afectó mucho alejarse de su hija de tres años”.
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“Juan solía escribir los viernes en la noche. Como él siempre fue muy noc-turno, por su trabajo como periodista, prefería escribir en las horas de la noche, y los viernes eran especiales”. “A veces, los viernes en la tarde, nos poníamos a hablar y yo veía que él es-taba con la atención en otro lado. Entonces le decía: ‘Ya estás novelando’, y él reía”. “No necesitaba muchas cosas para escribir. Guardaba y le divertía mucho una caricatura de un hombre que se asomaba por la puerta de un iglú, en el polo norte, y le decía a su esposa: ‘aquí tampoco soy capaz de escribir’ ”. “Él simplemente se sentaba, con una copa de vino y con sus cuadernos, y es-cribía. Juan siempre escribió a mano, decía que sentía mucho mejor lo que de-cía”. Dolly se acerca hasta el mueble del comedor y abre uno de los cajones infe-riores. Allí, donde era de esperar una vajilla, hay un mar de cuadernos enormes, cada uno con una etiqueta: Dejemos hablar al viento, Cuando entonces. La últi-ma novela, Cuando ya no importe, fue escrita en una agenda. La letra es clara, amplia, espaciada, una rítmica mezcla de curvas y ángulos. El sujeto pasa sus manos por las hojas, siente, se asoma a las noches de viernes de su amigo. "Juan tenía una letra clarísima. Tú vez que escribía cada letra, letra por letra. Él decía que mientras más lento iba mejor, porque le daba tiempo para ir buscan-do las palabras. Cuando le hablaban de su adjetivación, de la forma como encon-traba la palabra justa, Juan decía: ‘Me da tiempo, por lo despacio que lo hago’ ”. En la primera hoja del cuaderno donde empieza la novela Dejemos hablar al viento, el sujeto encuentra unas misteriosas iniciales. Dolly explica: “Son las ini-ciales de una oración a la Virgen. Cuando Juan escribía algo que le gustaba, reza-ba esa oración. Es curioso, a pesar de que nunca fue muy religioso, Juan siempre tuvo algo especial con la Virgen”. El sujeto piensa en Santa María, en ese pueblo universo cuyo nombre ahora entiende mejor. “Juan era inmensamente feliz cuando escribía. Contento no es la palabra. Se pasaba la noche entera con su cuaderno y al día siguiente me decía: ‘Tenés que trabajar’ y entonces me daba el libro para que lo pasara a máquina. Luego hacía sus correcciones, aunque hacía muy pocos cambios”. “El último libro lo armamos un poco entre el hijo de Juan —Jorge, que se vino a vivir a España hace unos diez años— y yo, porque Juan estaba bastante mal y no tenía muchas ganas”. “Cuando le preguntábamos por un capítulo, decía: ‘pónganlo donde quie-ran’. Yo le decía: ‘no, porque esto tiene un orden’ ”. “Yo creo que él hizo a propósito un capítulo, no sé si te acuerdas, en el que dice que vino como un viento y se llevó todo y las hojas cayeron. Era una manera de decir: ‘Bueno, si está todo desordenado, qué importa’ ”. “Después de la novela, Juan siguió escribiendo —hizo como unas ochenta páginas— pero esto sólo fue un rebote. Estaba escribiendo y seguía escribiendo hasta que realmente se puso mal y no podía más”. “Odiaba...”, Dolly vuelve a conmoverse, vuelve a forcejear con el nudo de su garganta, “...odiaba la vejez. Él amaba a la gente joven, en el comienzo de la vida”. “Hay una parte, creo que en Los niños en el bosque, donde habla de una es-calinata en una universidad, no me acuerdo muy bien cómo era, y decía: “el im-pulso de tirar a un viejo por unas escaleras, porque es viejo...”. “Odiaba la decrepitud, lo que hacía la vida con el cuerpo de uno, la injusti-cia...”. “A veces pienso que deberíamos empezar por la muerte y volver, todo hacia atrás, hacia el nacimiento”. Al final de estas palabras, el sujeto termina de admitir lo que se negaba a admitir, que a veces, en un giro de voz, en una confluencia breve de luces y de sombras, le parece estar viendo, en Dolly, el rostro de su amigo. Como si ella fue-ra un espejo que lo siguiera reflejando.
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“A Juan lo que más le importó, en cuanto a sus libros, fue poder publicar en Gallimard, y lo logró. Había leído todo Proust en Gallimard, en una edición ma-ravillosa y para él, llegar a esa editorial, era el summum del escritor. Estando acá se habló de hacer una obra de Juan con Gallimard y, aunque ellos querían un contrato largo, Carmen Balcells le dijo a Juan que resistiera para que sólo fuera por cinco años (Juan la adoraba, le mandaba flores, le dedicó el último libro, igual que el Gabo). Bueno, lo cierto es que Juan resistió y al final consiguieron los cinco años y se hizo la edición con Gallimard”. “A Juan también le gustó mucho la edición de Aguilar de sus obras comple-tas, que ahora no son para nada completas. Quería mucho esa edición, la tenía bien guardadita ahí, que nadie se la llevara y muchas veces miraba sus hojas del-gaditas y sus tapas marrones”. “Ese libro, la biblia y su diccionario de sinónimos eran los que siempre tenía cerca”. “La introducción era de Rodríguez Monegal, que murió también. Lo que pa-sa es que todos se mueren, todos... todos se van yendo”.
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“Él había hecho como un pequeño Uruguay dentro de esa habitación: con los amigos que venían, con la prensa uruguaya, con las llamadas telefónicas. Uruguay era un recuerdo constante y Juan no miraba otra ciudad, podría decirse que nunca estuvo del todo en España, a pesar de los casi veinte años que llevá-bamos aquí”. “Una vez vino una periodista que, después de mucho insistir, al final llegó a Juan y él le dijo: ‘Bueno, hija, qué quieres’, y ella le dijo: ‘Quiero que me diga qué es lo que siente por Madrid, ¿le gusta la ciudad?’ Juan le contestó: ‘Pues has venido en vano porque no conozco la ciudad’ ”. “Juan leía cuando iba a cualquier lado. En el auto, en el tren, en el avión... donde íbamos leía. No miraba nada, no se enteraba. Lo único que conocía de acá era esta cuadra. Cuando salíamos, íbamos ahí abajo a un restaurante y cenába-mos. Ahí no más, no quería ir más lejos. Allí todo el mundo lo conocía, cenába-mos con los amigos uruguayos, con todo el que caía”. “Juan no conocía la ciudad. Yo le hablaba de las calles cuando escribió Pre-sencia, uno de sus últimos cuentos, que tenía que ver un poco con Madrid —se trataba de un detective que tenía que encontrar una persona que realmente no existía porque estaba presa en Uruguay—, él me preguntaba por nombres de ca-lles para ponerlas, porque no sabía”.
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“Cuando Juan estuvo preso en Uruguay —por formar parte de un jurado que premió un cuento que el gobierno consideró peligroso—, pensamos que se iba a morir, se deprimió muchísimo y no comía. Juan tenía unas depresiones terribles. Yo hablaba con psicólogos, les preguntaba qué podía hacer. Juan sólo aceptó una vez hablar con un psicólogo, era un tío de Eduardo Galeano, hablaron largo rato y le recetó unos medicamentos”. “Cuando pudimos sacarlo de la cárcel, en el 75, y nos vinimos a España, Juan estaba deshecho”. “Por fortuna le ofrecieron escribir un artículo periodístico mensual y todos le ayudábamos a buscar temas y se fue entusiasmando nuevamente con su trabajo”. “Juan no vivió de sus libros, ni siquiera cuando nos vinimos para acá. Sólo después de recibir el Premio Cervantes, en 1980, fue cuando se hizo más famoso y pudimos comprar este piso y un par de oficinas”. “Juan no quiso volver a Montevideo porque odiaba viajar y porque muchos de sus amigos habían muerto”. “Las últimos días leyó más bien revistas —uruguayas y argentinas—, pero poco, porque ya no tenía fuerzas. También tuve que comprarle libros más livia-nos porque se cansaba de sostenerlos y la vista no le ayudaba mucho”.
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"Vení a ver mi terraza", dice Dolly, desahogada, contenta por haber podido hablar. Explica el método que utilizó para seguir regando las matas durante el viaje a Holanda e Inglaterra que acaba de hacer con su hermana: la enorme man-guera negra que recorre las macetas y deja caer en cada una chorritos mínimos. Puede decirse que su jardín, a pesar de ese verano de temperaturas criminales, es una de las zonas más verdes de Madrid. El verde rodea todo el piso, se asoma por la ventana de la sala y arroja su bullicio vital a la atmósfera de la sala y el cuarto. Dolly recuerda que a las cinco tiene un ensayo y entra apurada a la sala. “¿Querés comer algo?” Vuelve a mirar las fotos. “Saqué muchas copias de todo esto para el homenaje a Juan que harán en octubre en Uruguay. Trabajé como tres semanas sacando copias láser de las casi setenta fotos que tengo de Juan”. Mira con ternura la cansada ternura del hombre de las fotos. “A Juan le han sacado tantas fotos. Pobrecito, lo han martirizado con las fo-tos y las entrevistas. Siempre le preguntaban lo mismo. Una vez vino alguien a saludarlo y a decirle que lo admiraba mucho, que no había leído nada suyo pero que lo admiraba mucho, ¿te imaginás?” “Antes de venir los periodistas les decía: ‘Está bien, hablamos, pero nada de fotos’ ”. “Las mejores fotos se las sacó una argentina, era fabulosa. Juan se reía con ella, le decía cosas, le mandaba piropos y estaba muy distendido. A Juan le gus-taba hablar con chicas periodistas, antes de recibirlas me preguntaba: ‘¿Y es bo-nita?’ ”. Se queda atrapada nuevamente por las últimas fotos, por ese rostro de niño maltrecho que no se resigna a ser vencido. “A Juan no le gustaban estas fotos, decía que estaba muy viejo. Juan de jo-ven era maravilloso”. Va a la cocina, vuelve, practica algo de solfeo, abre uno de los cajones del comedor en el que sí hay una vajilla, pone unos platos en la mesa. “No me gusta mirarlas mucho porque se gastan, dejan de ser él y se vuelven simples fotos”. Vuelve a la cocina, deja al sujeto solo en el comedor, inhalando esa atmósfe-ra que pronto va a dejar, mirando los libros de los estantes, las novelas policiacas, pensando que lo mejor era no ver ese cuarto y marcharse con la idea de que el amigo seguía allí dormitando y quizá había escuchado y aprobado o censurado algunas de las cosas que se dijeron esa tarde. “Me alegro cuando alguien me muestra fotos de Juan que no conozco”, dice Dolly desde la cocina. “Me gusta que me cuenten cosas de él que yo no sé”. Regresa, mira el rostro conmovido del sujeto que ha venido a visitarla, su temblor de orfandad. Toma un osito de tela del estante de los libros y se lo entrega. “Tomá”, le dice, maternal, sonriente, vieja amiga del dolor y la tristeza. “Llevá este recuerdo de Onetti”.
Madrid, agosto de 1995.

Una flor amarilla en Montparnasse

Una flor amarilla en Montparnasse

“El día en que morimos no cantan ruiseñores, ni nos sostiene en sus brazos el amor, ni las cuentas están bien saldadas”.
John Keats

“But I know by now why did you sit here in the grave”.
Dolores O’Riordan


Julio Cortazar


¿Dónde ahora? ¿Cuándo ahora? ¿Quién ahora? Sin preguntármelo. Decir yo. Sin pensarlo. Llamar a esto preguntas, hipótesis. Ir adelante, llamar a esto ir, llamar a esto adelante. Llamar a esto y aquello dormir y despertar. Y a eso otro llamarlo cuarto de hotel y al color azul claro que se ve por la ventana llamarlo, con un júbilo tranquilo, el cielo de París, el cielo de la última mañana de París, cielo del fin de un sueño del que será posible regresar a la vigilia con flores y cuadernos, con recuerdos y ampollas que los meses irán desdibujando. Por un momento el sujeto consideró la idea de no levantarse, de no moverse de esa cama por el resto de su vida: perder el desayuno del hotel, perder esa mañana, perder el tren de las seis de la tarde que debía conducirlo a Madrid, perder su nombre para siempre, la vida vivida hasta ese entonces. Pero el teléfono lo sacó del ensueño de vacío y una voz con cierto aire de disgusto soltó una retahíla en la que sólo pudo comprender las palabras neuf y déjeuner. Recordó la insólita insistencia del primer día, en la recepción del hotel Celtic, para que estuviera en el comedor cada mañana antes de las nueve, comprendió que si no se apuraba perdería el desayuno que de todas maneras ya había pagado, y a esas alturas del viaje no podía darse el lujo de perder ese café, ese gigante pan con mantequilla y mermelada. Al tratar de ponerse de pie comprendió la magnitud de su cansancio: llevaba treinta días de caminatas bestiales por ciudades de España y de Francia, sorbiendo con apetito insaciable los paisajes de esas tierras que quedaban muy lejos de su casa. La última semana se había dedicado a devorar grandes porciones de París ignorando la queja pronunciada paso a paso por sus pies. En cierta forma, su viaje había terminado, ahora sólo le restaba hacer un par de cosas en París, marcharse luego hasta la Gare d'Austerlitz, tomar el tren que iba a Madrid y, de allí, montarse en un avión para mirar la llanura monótona del mar, imaginando las tortuosas peripecias de los primeros viajeros que surcaron esas aguas hace apenas cinco siglos. "Un par de cosas y ya está", pensó. “Las flores deben ser de un amarillo proverbial”. Sonrió al comprender que con sólo una semana ya tenía asuntos y gestiones para hacer, como cualquier otro habitante de París.
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Comenzó, si es que comienzan las cosas de la vida —si no son una larga serpiente de causas y efectos que se muerde la cola—, durante aquellos días en que el hombre de las flores era un muchacho tímido que cumplía sus deberes escolares y tenía disponibles muchas horas en las tardes y los fines de semana. El mundo era pequeño y conocido, empezaba a la orilla de la cama, se extendía por la casa, abarcaba unas seis cuadras y llegaba hasta el lugar donde estudiaba. A veces se le abrían horizontes que acababan en telones luminosos o en estantes donde el joven exploraba en busca de los libros que leía por las tardes y en los fines de semana. El ritual era preciso y agradable. La biblioteca pública era inmensa y el carnet de lector eran las llaves del paraíso. El muchacho caminaba sin rodeos hasta la vasta sección 863 y allí se dedicaba a hojear y sopesar libros y libros. Tardó poco en comprender que el nombre del autor era importante, que unas aguas secretas y comunes se movían a lo largo de los libros de un mismo hombre. El primero fue un abogado de Nantes que escribió mucho, sus libros ocupaban dos filas de un estante y detrás de cada título se abrían enigmas apasionantes, situaciones extremas, problemas insolubles que encontraban soluciones milagrosas y absolutamente razonables. Con él viajó por el espacio en un pedazo de tierra que fue arrastrado por un cometa, con él perdió la vista y volvió a recuperarla en las inhóspitas estepas siberianas, y fue de él que recibió las primeras noticias sobre el mar. Pero como la curiosidad era insaciable, como ningún mundo —por rico que fuera— resultaba suficiente, un día el muchacho decidió alejarse por un tiempo de los libros del abogado de Nantes y buscó por otros lados. Así llegó a sus manos La isla al mediodía, que parecía ser una historia sobre náufragos y el mar, dos temas que ya habían empezado a obsesionarle. Y ese mismo día por la tarde —al leer los extrañísimos relatos del autor que acababa de encontrar— comprendió que también él, que también toda aquella gente que veía en el colegio o en el cine, todos esos rostros que encontraba por las calles o mirando en los estantes, eran náufragos, y que la soledad era su mar.
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La primera vez que vio la isla, Marini estaba cortésmente inclinado sobre los asientos de la izquierda, ajustando la mesa de plástico antes de instalar la bandeja del almuerzo. La pasajera lo había mirado varias veces mientras él iba y venía con vasos de whisky; Marini se demoraba ajustando la mesa, preguntándose aburridamente si valdría la pena responder a la mirada insistente de la pasajera, una americana de las muchas, cuando en el óvalo azul de la ventanilla entró el litoral de la isla, la franja dorada de la playa, las colinas que subían hacia la meseta desolada. (Julio Cortázar, “La isla al mediodía”)
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Y al primer cuento le siguió otro y al primer libro le siguió otro —una novela, un libro collage— y cada nuevo libro era un hallazgo decisivo, también una admiración más grande e incondicional. Y en los libros de aquel hombre no sólo estaba el mar. Había también casas tomadas y hombres que huyen para siempre y fuegos hermanados en el tiempo y conejitos brotando temblorosos por gargantas, ensuciando con su inocencia la casa en Buenos Aires de una graciosa señorita que está en París. Y también estaba París, con el Club de la Serpiente, con la mujer que murió en el río, con sus hoteles y sus peceras, con callejones por donde un tipo insignificante se escabullía hacia otra vida. París con sus cantantes tristes y sus magas perdidas, con sus paraguas destrozados y sus flores amarillas. Y, cuando quiso saber más del autor de aquellos libros, descubrió que el tal Cortázar —así se llamaba: Julio Cortázar— era argentino y que hacía muchos años vivía y deambulaba por París.
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Así habían empezado a andar por un París fabuloso, dejándose llevar por los signos de la noche, acatando itinerarios nacidos en una frase de clochard, de una buhardilla iluminada en el fondo de una calle negra, deteniéndose en las placitas confidenciales para besarse en los bancos o mirar las rayuelas, los ritos infantiles del guijarro y el salto sobre un pie para entrar en el Cielo. (Julio Cortázar, “Rayuela”)
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Entonces empezó a soñar con ir un día hasta París —París ovillo, París tornillo, París metáfora existencial—, con el único propósito de ver al escritor de aquellos libros, estrechar su mano de gigante viejo y niño, y tratar de decirle en pocas frases lo que significaban para él todos sus libros. Adquirió la costumbre de leer a Cortázar acompañado con un mapa de París. Con el sueño del viaje agazapado, buscaba en el mapa cada calle o plaza que encontraba en sus novelas y relatos, y se movía cada vez con más confianza por aquella ciudad imaginaria.
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“Aquí había sido primero como una sangría, un vapuleo de uso interno, una necesidad de sentir el estúpido pasaporte de tapas azules en el bolsillo del saco, la llave del hotel bien segura en el clavo del tablero. El miedo, la ignorancia, el deslumbramiento: Esto se llama así, eso se pide así, ahora esa mujer va a sonreír, más allá de esa calle empieza el Jardin de Plantes. París, una tarjeta postal con un dibujo de Klee, al lado de un espejo sucio. La Maga había aparecido una tarde en la rue du Cherche Midi, cuando subía a mi pieza de las rue de la Tombe Issoire traía siempre una flor, una tarjeta Klee o Miró, y si no tenía dinero elegía una hoja de plátano en el parque (Julio Cortázar, “Rayuela”)
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Pero el viejo no pudo seguir arrastrando con el niño, Cortázar murió mucho antes de que ese lector agradecido y transformado pudiera viajar hasta París a visitarlo. Y a pesar de que el muchacho llegó a escribir un libro sobre él, la idea de ese viaje empezó a diluirse con los años y el mapa de París terminó por extraviarse entre cajones y mudanzas.
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Sólo al subir por la rampa y alcanzar la superficie de madera sintió que había llegado. Tras su primer gran recorrido por París, el sujeto había decidido que el Pont des Arts sería el lugar donde debía hallarlo la noche. Justamente el Pont des Arts. "¿Encontraría a la Maga?", recitó. "Tantas veces me había bastado asomarme...". Recordaba pocas palabras del comienzo de Rayuela: “la luz de ceniza y olivo”, la “pinaza color borravino” (la primera vez que la leyó tuvo que recurrir al diccionario para hacerse una idea del color borravino), la silueta de la Maga deambulante o detenida, pero finalmente ausente. El Pont des Arts, el puente de la Maga —como lo dijo un día Madame Léonie—, un acogedor pasaje de madera sobre el río Sena, donde Oliveira llegó a cumplir, cuando era tarde, con una cita que no había sido acordada, fue el sitio elegido por ese hombre venido de muy lejos para pensar un poco en las impresiones recibidas durante su primer recorrido por París. El puente estaba de fiesta. En torno a una de las bancas que ocupaban la parte central, había baile y sonido de tambores. Parejas enamoradas y solitarios pensativos contemplaban el cuadro. El sujeto se recostó de lado en el pretil de hierro, a mirar el río y la vida del puente, a dejar pasar, inconsciente y abierto, una ruidosa multitud de sensaciones que sólo entendería con el tiempo: las pinazas de diversos colores, las Lucías y Horacios, Colettes y Bernards, ignorándose, huyéndose o buscándose. Apoyado en el pretil del Pon des Arts, el sujeto recordó una vieja conclusión: los instantes cargados de vida sólo pueden ser comprendidos con el tiempo. El instante pertenece a los sentidos. Cerró sus ojos y sintió la rotación vertiginosa de la tierra. Aspiró fuertemente para oler a París, ese pálido atardecer de tambores. “París huele a cielo”, se dijo y abrió nuevamente los ojos y vio al otro lado del puente, en la misma baranda, a la Maga volando en el cielo.
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¿Encontraría a la Maga? Tantas veces me había bastado asomarme, viniendo por la rue de Seine, al arco que da al Quai de Conti, y apenas la luz de ceniza y olivo que flota sobre el río me dejaba distinguir las formas, ya su silueta delgada se inscribía en el Pont des Arts, a veces andando de un lado a otro, a veces detenida en el pretil de hierro, inclinada sobre el agua. Y era tan natural cruzar la calle, subir los peldaños del puente, entrar en su cintura delgada y acercarme a la Maga que sonreiría sin sorpresa, convencida como yo de que un encuentro casual era lo menos casual en nuestras vidas y que la gente que se da citas precisas es la misma que necesita papel rayado para escribirse o que aprieta desde abajo el tubo de dentífrico. (Rayuela, capítulo primero)
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Esa mañana, al llegar en el tren de Madrid, el sujeto había jugado con la idea de estar en el cielo. Después de despedirse en la estación de la familia árabe, de la maestra de escuela francesa, de la abuela española que estaba inconsolable porque había dejado a sus nietos en Madrid, el sujeto se supo solo y gratamente perdido. Pensó que lo primero sería comprar unos francos y un mapa, pero antes de cumplir esos rituales que terminarían de integrarlo al plasma humano de París, se dejó arrastrar unos minutos por el vértigo inicial, por ese estar mudo y perdido, eufórico, sereno y sin dolor, en una franja impredecible y recién conquistada de mundo.
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Y ahora la Maga volaba aferrada al pretil del Pont des Arts. Al final de ese día, después de haberse instalado en un hotel lo más cerca posible del cementerio de Montparnasse, después de visitar el cementerio, después de torres y arcos y Campos Elíseos, para agotar la novedad, el sujeto había terminado su ceremonia de llegada en el Pont des Arts. Ya entonces había comprendido que recorrer esa ciudad era un juego de reglas impredecibles, de impulsos inexplicables, en el que cada movimiento y cada pensamiento dibujaban el encuentro que la muerte hizo imposible en otro plano. Caminar, recordar lo leído, vivir, transitar por las calles muchas veces imaginadas, como en un juego de pistas para dar con un tesoro, doblando en las esquinas según los dictados del corazón, yendo al encuentro de sitios desconocidos y entrañables, así recorrería aquellos días las calles de París. Jugar a París era mirar los zapatos que tanto habían caminado en los últimos días, verlos seguir las huellas de los pies del gigante, y pensar que algún día serían un recuerdo borroso de un anciano que escarba entre cenizas en busca de objetos y episodios largamente olvidados. Jugar a París era, y fue durante todos esos días, recordar al viejo librero de la rue Verneuil, el cafecito de la rue des Lombards donde Madame Léonie predecía viajes y sorpresas en las líneas de la mano, mirar las ventanas de las habitaciones de la rue de la Tombe Issoire preguntándose en cuál había una postal Klee o Miró junto a una flor marchita y un espejo sucio, o atisbar a los clientes de los cafés de la rue du Cherche Midi creyendo volver a ver a la mujer del Pont des Arts en cada mujer parecida a ella, siempre con ese silencio ensordecedor, esa pausa filosa y cristalina que terminaba por derrumbarse tristemente, como un paraguas mojado que se cierra. Jugar a París era entender que todo estaba tan bien escrito, tan sincronizado con los misterios de la vida, que habría alguien en Montparnasse para ayudarle a hallar la tumba de Cortázar, que visitaría a Aurora justo el 26 de agosto, que habría una Maga mirando el río en el Pont des Arts.
* * *
La Maga tenía unas botas oscuras de tela que no despegaba del suelo a pesar de su danza. Miraba hacia el sol que se iba perdiendo más allá del río, detrás de una franja de bruma y viejos edificios. Miraba hacia el sol extasiada y bailaba, ondulaba su cuerpo menudo y traslúcido dentro de la tela que alejaba al aire de su desnudez. Caminó hacia ella unos pasos pero desvió su rumbo cuando estuvo cerca. Fue a sentarse en el suelo del puente, con la espalda apoyada en una maceta de flores, justo detrás de ella, donde era más traslúcida, donde era más intensa su danza con el sol. Por momentos, la danza se ajustaba al ritmo de los tambores que venían del otro extremo del puente. Por momentos, parecía seguir algún melodioso silabeo venido desde el sol. El hombre que venía de muy lejos se preguntó qué hacía ahí, sentado en el piso de madera de un puente de París, a dos metros de una imagen que lo desbordaba, atento a la belleza de esa danza. “Estoy aquí para cuidarla”, se dijo. “Está demasiado ausente y feliz y eso la hace vulnerable”. “La gente que cruza por el puente la mira con sorpresa. No pueden entender su plenitud. No debe ser usual ni aquí ni en ningún lado que alguien contemple el sol con tanta placidez, tan olvidado del mundo, meciéndose al ritmo de sonidos que nadie más escucha. Porque aún cuando los músicos del puente están callados ella danza, a un ritmo distinto, sobrenatural”. Algunos de los que se reúnen en torno a los músicos la miran intrigados, algunos con avidez. El sujeto concluye que debe formar una barrera que la proteja del mundo, así ella nunca se entere. Y, justo en medio de esa ceremonia inconcebible, con la danza eclipsando en su rostro el atardecer amarillo pálido, el sujeto volvió a decirse lo que se había dicho durante todo el día desde el momento en que bajó del tren en la Gare d’Austerlitz: “Estás en París”. Y recordó que, después de dejar el equipaje esa mañana en el hotel, había salido de inmediato a buscar una tumba en Montparnasse.
* * *
Cuando se llega al cementerio de Montparnasse le dan ganas a uno de morirse. Es gris y tranquilo, vegetal y de piedra, una sosegada isla de silencio en la ciudad. Allí sí se descansa. Sus mausoleos le dan una elegancia anticuada y apacible. El vigilante de la entrada de la rue Edgar Quinet le había regalado un mapa para que señalara los muertos que buscaba. Otro mapa, más grande y detallado, pegado a la ventana de su oficina, tenía ubicadas las tumbas de los notables. El sujeto curioseó en busca de los muertos rescatables del lugar y fue anotando la ubicación de los más allegados y queridos: la de Vallejo (más tarde vería esa loza triste y herida por muchos aguaceros), la de Sartre (descansando a puerta cerrada con Simone de Beauvoir), la de Baudelaire (llena de flores, custodiada desde una tumba aledaña por un misterioso gato). Marcó con letra más grande la tumba de Cortázar y antes de alejarse le dio una mirada general al resto del mapa. Sufrió una alegría adicional al descubrir que en aquel sitio también estaba Barklay, pero al volver a mirar la avenida principal del cementerio la muerte se burló de su alegría. Treinta pasos más tarde el sujeto ya estaba perdido. Lo que era muy claro y directo en el mapa se volvía sinuoso y oscuro en la vida. Como muchas otras veces a lo largo de ese viaje, volvió a sentirse una criatura abandonada justo en medio de la nada. Disfrutó del vértigo. Pensó que llegaba tan tarde a la cita que tenía desde niño que ya no tenía prisa. El retraso era de casi quince años. Tardaría en hallar la glorieta y la tumba pero llegaría, y al llegar sentiría una satisfacción inútil, difusa, vacía. Entonces prestó atención a la voz insistente que venía desde las tumbas situadas a la derecha de la avenida principal. Era un hombre delgado, de casi cincuenta años que levantaba un brazo y lo llamaba. El sujeto tardó en entender que era a él a quien llamaban. Le costaba creer que con sólo un par de horas en París (no debía haber pasado más tiempo desde que bajó del tren y tomó el metro y llegó al hotel y salió corriendo hasta el cementerio) ya había gente llamándolo entre las tumbas de un cementerio. Pero era a él a quien llamaban. No había nadie más cerca y el hombre insistía con gestos y palabras. “Es a usted. Venga acá”. El idioma era un lento castellano que olía a mate. El tono era amigable y el apremio tranquilo. Mientras se acercaba, eludiendo sepulcros, el sujeto vio el cabello canoso y lacio del hombre. Su rostro, que parecía de una tristeza permanente, se había permitido una sonrisa que no alcanzaba a borrar por completo su desencanto. “Aquí está”, dijo el hombre cuando el sujeto estuvo cerca. “Cuesta trabajo encontrarla”. “¿Qué es esto?”, se preguntó el sujeto. “¿De dónde aparece este hombre que sabe lo que busco?” Pero no hubo tiempo para más preguntas. A sus cansados pies, una suave llanura de mármol tenía escrito el nombre que buscaba. Julio Cortázar (1914—1984) En una esquina de la llanura había un bosquecito humedecido por la lluvia, con una flor rosada y algunas hojas secas. “Mire”, dijo el hombre. “La gente le deja mensajes”. Sobre el mármol, al lado del bosquecito, debajo de tres piedras había unos papeles mojados. Mensajes amorosos de gente llegada hasta allí desde Chile, Guatemala o Venezuela, peregrinos que acudían a una cita no pactada y sin embargo ineludible. “Alguien escribió aquí la palabra cronopio”. El sujeto se alejó de la tumba y vio la letra roja y ciudadosa, ya un poco borrada. Imaginó el fervor y la cautela de quien escribió esa palabra, su pincel y su tarrito de pintura escondidos en su abrigo, la desolación y el éxtasis : la ce un poco indecisa, la erre temblorosa, el resto de las letras un poco más seguras. Al levantar nuevamente la mirada, vio por primera vez una luna blanca y sonriente al final de la llanura, elevada por círculos de mármol color noche. La luna de Luis, el escultor amigo de Cortázar que estuvo junto a él, con Aurora, hasta el final. Entonces el sujeto recordó ese ya lejano libro que escribió sobre Cortázar: al hablar del instante de su muerte, en el Hospital Saint Lazare, al construir esa escena en la que Aurora y Luis lo vieron alejarse después de que la enfermera parecida a la señorita Cora le aplicó una inyección, el sujeto había comprendido que el resto de su vida escribiría. “Aurora”, se dijo. “Debo encontrar a Aurora”. Sólo entonces reparó en el otro nombre que había en la llanura de mármol. Más allá del nombre de Cortázar, cerca de la luna, estaba Carol Dunlop —muertenauta que zarpó unos meses antes que él—, su amor final, su amor definitivo, su compañera en el último y más largo de los viajes. Aurora en cambio había sido el amor inicial, el de los primeros libros, el de los primeros saltos, el amor que le dio alas para dejar la Argentina a sus 37 años y conquistar el anhelado cielo de París. “París”, volvió a pensar, se volvió a ubicar, a decirse incrédulo estás aquí y el tiempo transcurre y la vida quizá no te alcance para saber y entender todo lo que vivas durante los días que pases aquí. Pensó que tenía que buscar a Aurora, tenía que recorrer todos los rincones de esa ciudad con la voz de Cortázar murmurando en su memoria. Tenía que ir al Pont des Arts, al Jardin de Plantes, al Parc Montsouriss a buscar el paraguas roto, a la rue de la Tombe Issoire, al Boul’Mich’. Tenía que abrir sus ojos aturdidos a los cuadros y esculturas de los museos, sentir una alegría perturbadora frente al escribano egipcio, una viejísima personificación de su tarea y su destino. Tenía. Pero recordó al hombre que estaba a su lado —recordó también que ese instante ya era un recuerdo de un hombre que custodiaba a un ángel en el Pont des Arts— y quiso saber qué cadena de hechos, qué causalidades, qué extrañas figuras habían convertido a ese hombre en su guía en los territorios de la muerte. “Llevo quince años en París”, dijo con su sonrisa insuficiente. “Hace mucho quería visitar la tumba de Cortázar y hoy que pasaba por aquí decidí entrar. En la puerta oí que usted preguntaba por él. Por eso lo llamé. Es una tumba difícil de encontrar, con el mapa uno se pierde”. El sujeto pensó que, como su sonrisa, su explicación también resultaba insuficiente, sospechosamente clara y razonable. “Si yo no hubiera venido hasta París, si a este hombre no le hubiera dado por entrar esta mañana gris de agosto al cementerio, si no hubiera preguntado por Cortázar —¿Pregunté?—, si el tren de Madrid se hubiera retrasado, si el metro, si el hotel...” Pero era inútil encontrarle explicaciones a las cosas que ocurrían, la vida se extinguía a cada instante y había que vivirla y aceptarla a manos llenas, con la remota esperanza de entenderle sus sentidos más profundos algún día.
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“Salomé”. Un hombre cincuentón, de barba entrecana, vestido todo de negro, venía caminando por el Pont des Arts. Un sol débil que le rasguñaba la mejilla terminó de traer al sujeto del recuerdo del cementerio (Recordó que ése también era un recuerdo de alguien que abrió los ojos a su último día en París). “Salomé”, volvió a decir con voz recia el hombre de negro mientras se acercaba. Sus movimientos, a pesar de los años, seguían siendo juveniles. El sujetó se entretuvo con el brillo que el sol pálido del final del verano hacía en sus pestañas entrecerradas, irisadas, embriagadas con el campanilleo de esa luz de tibieza casi imperceptible. Tardó en comprender que el eclipse de Maga había terminado, que donde antes había estado la mujer ahora estaba la gata color de ceniza y olivo —como el gato del cementerio— que el hombre de negro se agachó a acariciar. “Salomé. Tu est là, mon amour, et je n’ai lieu qu’en toi”. Al ponerse de pie con la gata entre los brazos, una sombra volvió a cubrir el rostro del sujeto recostado en la maceta. El hombre de negro lo miró, le sonrió y se alejó. El sujeto decidió regresar a la mañana azul clara de su último día en París, porque el tiempo transcurría, corría el riesgo de perder su desayuno y tenía un par de asuntos que debía resolver.
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Con dificultad, consiguió abrirse paso por entre la fatiga hasta llegar al baño. El rostro en el espejo tenía unas ojeras de ultratumba. Era lunes, esa tarde tomaría el tren que iba a Madrid. Pensó que al volver a su casa dormiría una semana. Humedeció su rostro con el agua del lavamanos, recordó que ya no era el que fue hasta hacía pocos días. La tarde anterior, en el Jardín de Luxemburgo, había sufrido algo que, con un poco de optimismo, habría podido llamar una revelación. Ese domingo había caminado poco. Tras un mes de caminatas demenciales sus piernas se habían negado a obedecerle y el sujeto optó por irse al museo George Pompidou a ver películas experimentales. En la tarde había hecho un esfuerzo sobrehumano para llegar hasta el Jardín de Luxemburgo y decidió sentarse frente a la glorieta principal a tratar de poner al día su diario de viaje, que tenía bastante descuidado. Allí, mientras se armaba de valor para ordenarle a su mano que escribiera, mojado por una llovizna intermitente y casi imperceptible, sintiendo que había alcanzado la cima de una inmensa montaña y que ya lo que seguía era regreso, sus ojos saturados de ver viajaron por el gris de aquella tarde y fueron a posarse en unas flores pequeñas y amarillas que parecían hablarle.
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Una tarde cruzando el Luxemburgo, vio una flor. — Estaba al borde de un cantero, una flor amarilla cualquiera. Me había detenido a encender un cigarrillo y me distraje mirándola. Fue un poco como si también la flor me mirara, esos contactos, a veces... Usted sabe, cualquiera los siente, eso que llaman la belleza. Justamente era eso, la flor era bella, era una lindísima flor. Y yo estaba condenado, yo me iba a morir un día para siempre. La flor era hermosa, siempre habría flores para los hombres futuros. De golpe comprendí la nada, eso que había creído la paz, el término de la cadena. Yo me iba a morir y Luc ya estaba muerto, no habría nunca más una flor para alguien como nosotros, no habría nada, no habría absolutamente nada, y la nada era eso, que no hubiera nunca más una flor. El fósforo encendido me abrasó los dedos. En la plaza salté a un autobús que iba a cualquier lado y me puse absurdamente a mirar, a mirar todo lo que se veía en la calle y todo lo que había en el autobús. Cuando llegamos al término bajé y subí a otro autobús que llevaba a los suburbios. Toda la tarde, hasta entrada la noche, subí y bajé de los autobuses pensando en la flor y el Luc, buscando entre los pasajeros a alguien que se pareciera a Luc, a alguien que se pareciera a mí o a Luc, a alguien que pudiera ser yo otra vez, a alguien a quien mirar sabiendo que era yo, y luego dejarle irse sin decirle nada, casi protegiéndolo para que siguiera por su pobre vida estúpida, su imbécil vida fracasada hacia otra imbécil vida fracasada hacia otra imbécil vida fracasada hacia otra... (Julio Cortázar, “Una flor amarilla”)
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¿Dónde ahora? Ligero como esa lluvia que no conseguía mojarlo, el sujeto se dejó invadir por el alivio de haber escrito sus certezas de ese instante. Al final de esa tarde de domingo, mimetizado en el fluir sereno del Jardin de Luxemburgo, había divisado verdades esenciales a través de las palabras que dejó caer en su diario de viaje. Vio, con una claridad inusitada, su soledad de criatura perdida entre miles de millones de criaturas. Supo, como si sólo en ese instante lo hubiera descubierto, que le bastaba una mano y le sobraban dedos para contar las personas en el mundo a las que de verdad su vida le importaba. Comprendió, viendo la efímera eternidad de las flores, que a esa precariedad sensible que era él le quedaba el consuelo de no ser sólo él. Y recordó que, aunque el ruido de sus obras lo esperaba al regresar, su verdadero territorio era el silencio: las palabras que se dan y se reciben en silencio. Estaba invadido por la dicha del presente, por el desapego del instante, cuando sintió que lo miraban. Frente a él, en la baranda de piedra que lo separaba de la glorieta, la gata dejó de mirarlo y siguió caminando sabiéndose mirada. “Salomé”, dijo el hombre con su voz arrugada. Esperó a que la gata lo alcanzara, acarició su lomo erizado —también ese día vestía de negro— y después de sonreírle al sujeto se volvió con la gata en sus brazos y empezó a alejarse. El sujeto se alegró de no sentir ya el impulso de encontrarle explicación a los hallazgos y encuentros que tenía. Ahora sabía que eran el alimento de su oficio de misterios. Antes de que la noche acabara de caer —antes de que los gendarmes llegaran con sus pitos y sus altavoces a desalojar a los visitantes del Jardín— decidió hacer una lista de episodios vividos desde la última vez que había escrito en su diario. Lo más importante, sin duda, había sido su encuentro del día anterior con Aurora Bernárdez.
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Ese sábado el sujeto despertó convencido de que lo único verdaderamente importante que tenía para hacer era buscar a la persona que podía hablarle de Cortázar como si estuviera vivo. Dar con ella fue fácil. Su nombre estaba en la guía de teléfonos y la voz del contestador, a pesar de no dar su nombre, era sin duda la de una mujer argentina, de cierta edad, pero vital. El sujeto dejó un mensaje en el contestador y decidió encaminarse a la dirección que indicaba la guía. Consultando en el mapa, no parecía lejos del hotel: era en la Place du general Beuret y si llegaba hasta allí caminando daría tiempo a que la mujer considerara su mensaje y accediera a recibirlo. “Vení, pero nada de entrevistas”, le dijo la mujer cuando volvió a llamarla desde un teléfono público al lado del edificio. El sujeto atravesó un pasillo en la planta baja y llegó hasta un patio grande con una casa de tres plantas al fondo. La mujer era menuda y elástica, los ojos azules y el rostro vivaz. Durante varias horas le habló de Cortázar con la familiaridad con que se habla de un pariente común: de la Argentina, de los primeros años que vivieron juntos en París, de la forma como las mujeres caían derretidas ante él (“estaba hecho con los ojos”), de sus últimos días de vida y de su muerte, de sus estremecedoras últimas palabras. Casi al final de la visita, recordaron en forma desprevenida la fecha de ese sábado y algo mudo y pesado vino a oprimirles el pecho. “Hoy es 26 de agosto”. “Hoy cumpliría ochenta y uno”. El sujeto pensó que estar allí, justo ese día, era como el final de un juego en el que —después de muchos años y rodeos— por fin podía encontrarse frente a frente con Cortázar. Sintió que lo abrazaba la sombra de unos brazos que venían de muy lejos. Antes de acompañarlo hasta la puerta, la mujer le obsequió un libro con los últimos poemas de Cortázar y le leyó un viejo verso de John Keats sobre la forma trivial, gris e inoportuna como nos despedimos de la vida.
* * *
Aquella tarde de sábado caminó horas y horas buscando más pasos en las huellas. Pero el destino de esa larga caminata que pasó por Montsouriss y el Jardin des Plantes —donde no encontró axolotls, pero sí un camaleón—, era un lugar que sólo aparecía fugazmente en la obra de Cortázar: la Biblioteca de Arsenal. La Biblioteca era un edificio antiguo y de arquitectura pacífica. Estaba cerrado por el verano, o quizá porque era sábado. Tenía una amplia zona de grava al frente y una escultura de Rimbaud. Fue el último lugar que Cortázar visitó. Lo había dicho Aurora horas antes. Fue una mañana de invierno, pero el día —como el doce de febrero— estaba extrañamente soleado. Antes de llegar al Hospital Saint Lazare, Cortázar había pedido que se detuvieran un instante en la Biblioteca. Aurora y Luis estaban con él. Al poner un pie en el primer peldaño, comprendió que las fuerzas no le alcanzarían para llegar hasta arriba. Impotente, pidió a Aurora que subiera a mirar —que fuera sus ojos— y volviera a contarle cómo estaba ese lugar que lo había albergado tantas veces desde hacía más de treinta años. Aferrado al pasamanos, debió recordar la fidelidad obsesiva con que regresaba a ese remanso de libros, su otro hogar al llegar a París. Luego vino el natural distanciamiento. Ahora tenía la certeza final de que allí se quedaban muchísimos momentos que hacían que valiera la pena haber vivido. “Está igual de bonita”, había dicho Aurora al bajar. “Pequeña, acogedora”. Y en medio de un tráfico brumoso llegaron a la casilla final.
* * *
Si no es que alguien te sueña o te imagina, tendrías que contar que llegó el día de marcharte de París y que las flores para Julio y para Barklay debían ser de un amarillo proverbial. Y anotar que finalmente caminaste por la acera que Oliveira recorrió al final de algo. Tú, con tus maceticas plásticas, bordeando el viejísimo muro exterior del cementerio, como un feliz subsidiario de la desgracia. Y él, Quinto Horacio Oliveira, leyendo distraído avisos publicitarios de brujas y quirománticas. Y agregar además que no preguntaste nada a nadie y que llegaste hasta la llanura blanca donde ese día ya no había papelitos con mensajes y que pusiste las flores pegadas al bosquecito y que viste la luna sonriente en el horizonte y que pasaste tus dedos por cada una de las letras de su nombre y que quisiste llorar pero faltaron razones. Y que antes de marcharte volviste a mirar esa tumba que mira las nubes que pasan —una blanca, una gorda, una larga— y que pensaste largamente, mirando esa flor que parecía saludarte, en aquellas palabras sin canto de ruiseñores: “Que me den un calmante”. Y que juraste no olvidar, mientras durara ese dolor que llaman vida, esa flor encendida, ese lago tranquilo, su luna de mármol, ese instante perdido en la vida de un hombre perdido en la vida de un mundo perdido en un amplio universo perdido

Julio se pasea por el Pont des Arts, Fernando Gaspar

Julio se pasea por el Pont des Arts, Fernando Gaspar

Queremos tanto a julio ...

Queremos tanto a julio ...
Julio se pasea por el Pont des Arts
Viernes 9 de febrero de 2007 por Vlad
Tal parece este 07 sera el momento de poder jugar Rayuela, ver de terminar de comenzar a jugarla una vez mas, para seguir jugándola por siempre.
A raíz de la tarde donde jugué con no pocos libros para ver cual era el mas indicado para oficiar de mensajero fue que en cierta forma me volvía a poner en contacto con Rayuela, fue buscando una imagen de la tapa de 26 / Modelo para armar que me cruce con este texto de Fernando Gaspar que paso a compartirles:
"Nunca me olvidaré que cuando vine a París en el año ’51 me ganaba la vida como speaker de las ’Actualités Françaises’, en español se entiende, hasta que un día llegó una carta del concesionario de México diciendo que si no dejaban inmediatamente en la calle a ese speaker ellos se borraban de las Actualidades, con lo cual perdí mi primera y bastante necesaria fuente de recursos de ese momento…" Julio Cortázar
Era una tarde parisina cualquiera. Al menos era una tarde parecida a tantas otras que ocurren en una novela cuyo título estaba predestinado a no ser Mandala, aunque eso no afectara a París, ni a Buenos Aires, ni al Club de la Serpiente en lo más mínimo. En esa tarde lluviosa, en un lejano capítulo 22 de Rayuela, un hombre es golpeado por un automóvil. Ese hombre, curiosamente, es un escritor. Los motivos de un acontecimiento tan común nos son desconocidos, pero puede añadirse que uno de los espectadores es ambiguamente latinoamericano, un tal Oliveira. Del accidentado sabemos únicamente que estaba perplejo luego de su encuentro con el parachoques y que en su departamento no tenía nada más que libros y un gato. En el momento de los hechos, otro de los testigos se atrevió a señalar enfáticamente: "esto le tenía que pasar, los escritores son distraídos", al mismo tiempo que hacía un gesto de profundo desinterés… tenemos la leve sospecha que dicho testigo era francés.
Oliveira, que gustaba de participar de los eventos más cotidianos y absurdos del París de su tiempo, se aseguró que al viejo no le había pasado nada, agregó unas cuantas frases desarticuladas y se fue andando con rumbo desconocido. Tal vez el accidente, la mirada del viejo escritor, el frío y la caída de la tarde, lo incitaron a pensar en sí mismo, en la entrega al otro; a fin de cuentas, en la inquietante pregunta sobre la "posesión" de uno mismo. Todo esto aunado a una duda ontológica que nos parece inaccesible, planteada desde un lugar que podríamos definir como suyo (algo así como la relación entre el mundo de una novela y su personaje principal): ¿cómo acceder a lo otro, al otro, a la verdadera otredad? Oliveira pensó en esa otra mano, una mano "desde el afuera, desde lo otro" que diera respuesta a la mano tendida (seguramente la suya) esperando algo.
Al capítulo 22, como casi todos sabemos, no le sigue el capítulo 23 sino el 62. Ese tipo de cosas, en apariencia anormales, ocurren en este libro cuyo título tampoco fue Almanaque (siendo que, desde un punto de vista estrictamente técnico, le faltó muy poco para serlo). Algo pasaba con ese capítulo 62, tenía un delirio de grandeza fantásticamente desarrollado, a tal punto, que sus pretensiones desorbitadas lo llevaron a convertirse en libro con el paso de los años. También, el susodicho capítulo tenía una cierta inclinación científica. Inclinación, dicho sea de paso, bastante amateur y por lo mismo sustentada en andamios muy frágiles, epistemológicamente hablando. Lo que no puede negársele al capítulo 62 es su premonición a la tendencia cientificista de la literatura décadas después, algo que en la época no era muy bien visto y en nuestros días no sólo es lo contrario sino hasta guarda ciertos tintes de originalidad poco claros. En definitiva, el capítulo 62 reproduce unas cuantas notas dispersas de un proyecto de libro de Morelli. El libro verá la luz (así dicen quienes quieren decir lo mismo que otros dicen de una manera más clara pero menos sugerente) en 1968 bajo la firma de un tal Julio Cortázar, con el título 62. Modelo para armar. En esa obra, a mi juicio, se cumplen una serie de proyecciones e ideas apenas delineadas en Rayuela.
La ciudad de Cortázar, la ciudad de sus novelas, se parece a ese lugar pensado por los "tártaros" de 62. Ese espacio único en la construcción de la ficción sería algo similar a lo que tenían en mente los personajes de la novela: "…todos nosotros estábamos de acuerdo en que cualquier lugar o cualquier cosa podían vincularse con la ciudad, y así a Juan no le parecía imposible que de alguna manera lo que acababa de ocurrirle fuese materia de la ciudad, una de sus irrupciones o sus galerías de acceso abriéndose esa noche en París como hubiera podido abrirse en cualquiera de las ciudades adonde lo llevaba su profesión de intérprete. Por la ciudad habíamos andado todos, siempre sin quererlo, y de regreso hablábamos de ella, comparábamos calles y playas a la hora del Cluny. La ciudad podía darse en París, podía dársele a Tell o a Calac en una cervecería de Oslo, a alguno de nosotros le había ocurrido pasar de la ciudad a una cama en Barcelona, a menos que fuera lo contrario. La ciudad no se explicaba, era". Sería mejor ser más explícitos: podríamos señalar de manera engañosa que París es un "protagonista" o un lugar privilegiado de Rayuela, 62 y de una multitud de cuentos y artículos de Cortázar, hasta llegar a ser el punto de partida de la peculiar travesía de Los autonautas de la cosmopista. Pero es mejor no dejarse engañar. O al menos habría que dejarse engañar sin pretender no serlo. Las obras de Cortázar no nos hablan de París, al menos de ese lugar tan conocido por las guías turísticas o los mapas geográficos, sino de otro París.
En ese París, el de Cortázar, viven el caracol Osvaldo y Tell, también están Calac, Polanco y Hélène con esa muñeca dispuesta a convertirse en el asunto del meollo de 62. En ese París se pasea la Maga dispuesta, sin saberlo ni preguntárselo, a encontrarse a Oliveira quien viene de discutir un poco de metafísica y de jazz con Ronald y Etienne. Es un París de tiempo perpetuo, de charlas interesantes, sin límites, sin los sutiles cortapizas de la normalidad.
Por eso, cuando Cortázar se daba cuenta que un París comenzaba a parecerse demasiado al otro, tomaba el tren a Buenos Aires para visitar a la Talita o a Traveler o simplemente expurgaba esas páginas de la versión definitiva. Así se explica que un texto tan evidente y revelador como el siguiente no dio el gran salto del "Cuaderno de Bitácora" de Rayuela a las páginas definitivas de la novela: "París era en esos días continuamente envés, revés, reverso, trasfondo, traspaso. Todas las palabras con trans, y todos los sentidos del encuentro. […] Inútil mirar estampas, trabajarse, excitarse; la cosa venía naturalmente como las ganas de mear o de irse a dormir."
Ese era el otro París, el de 1950, año del primer viaje de Cortázar a Francia donde inician una cadena inimaginable de coincidencias. Ese año, poco antes de la llegada, conoce en el barco a la mujer que en Rayuela representa la Maga. Su nombre es Edith, era alemana de padres judíos. La coincidencia propicia un intercambio de miradas, un cúmulo de suposiciones y tal vez un primer intento de ensoñación. Cortázar regresa en 1951 a vivir a París, esa misma ciudad donde, sin preveerlo, se encuentra con Edith en una librería del boulevard Saint-Germain. La conversación no entra en mayores detalles y antecede a una despedida sin previsiones ni compromisos. Pero la telaraña de casualidades y juegos del azar recién comenzaba: tiempo después, producto de la suerte, Edith y Julio se encuentran en la fila para entrar a un cine. La película es La pasión de Juana de Arco de Carl Dreyer. No debe asombrarnos, si tomamos en consideración los dictados del mundo cortazariano, que en el reparto de la película se encuentra un tal Antonin Artaud. A la salida, Julio y Edith charlan un poco y se despiden una vez más. Cuenta la leyenda que no pasaron muchos días para que volvieran a coincidir en el Jardín de Luxemburgo, donde iniciaron una larga charla contándose sus vidas. No se conocen los detalles de la conversación de ese día aunque se presume que acordaron no darse cita sino encontrarse cuando el azar los volviera a reunir. Al menos así lo hicieron, en el otro París, Oliveira y la Maga.
Es extraño porque ese otro París, el de Juan y Hélène —los personajes de 62—, se parece un poco al París de Julio y Edith. Algunas de sus calles y ciertos lugares llevan los mismos nombres: St. Germain, la Place Maubert, Bastille, République, la estación de metro Malesherbes, entre muchos otros. Este tipo de coincidencias nos pueden llevar al error, porque no es de sabios asegurar que si algún incrédulo se detiene en la esquina de Vaugirard con M. le Prince, por más esfuerzos y acopios de paciencia que pueda hacer, no verá jamás a ninguno de "los tártaros" ni a ningún miembro del Club de la Serpiente.
Tampoco debemos dejar pasar ese último viaje de "los tártaros". No falta ninguno, están Calac, Nicole, Hélène, Polanco, Juan, Tell, Austin, Silvia, el caracol Osvaldo, mi paredro y Feuille Morte. No hay nadie más en el vagón y el viaje les pertenece. Faltan unas páginas para el fin de la novela y el grupo va en dirección de París. ¿Qué París? No estamos seguros. Tal vez por fin Cortázar se acerca al París de Julio y Edith, tal vez "los tártaros" podrán acercarse a ese año ’68 en el cual aparece publicada la novela. ¿Qué están haciendo? Austin intenta encelar a Hélène abrazando a Celia, objetivo fallido -dicho sea de paso— porque Hélène piensa en cuestiones mucho más trascendentes como qué hacer con la muñeca y qué será de ella con Juan; Juan le pide disculpas a Tell acariciando su cabello y admite haberse acostado con otra; Feuille Morte declama bisbis y Nicole se recupera de un malestar ciertamente ambiguo. Repentinamente, en el transcurso del trayecto a París, "los tártaros" son obligados a bajar por un controlador de billetes quien no tolera la presencia de Osvaldo en el tren y mucho menos que compita por recorrer unos cuantos centímetros en uno de los asientos del vagón, antes de entrar a la Gare de Montparnasse. El viaje se suspende. En unas cuantas líneas más la novela termina. En el colmo de la desesperación una parte del grupo llama por teléfono a Marrast para que los alcance, el descontrol cunde.
A esta confusa historia deberíamos añadir lo que dicen quienes han podido ver el manuscrito de Rayuela (ubicado en la Benson Latin American Collection de la Universidad de Texas, en Austin). Esos afortunados e ilustres filólogos afirman que en la última versión de Cortázar, anterior a la publicación del libro, no aparecía el capitulo 62 y que dicho capítulo se insertó sólo hasta la versión final que se fue a la prensa. Esta feliz intromisión nos produce ligeras sospechas, al menos de una manera soterrada, y nos hace pensar que algo fuera de lo común ocurrió con la publicación de Rayuela.
Al menos nosotros sabemos que a la novela 62. Modelo para armar le sigue el capítulo 23 de Rayuela. Así aparece en el "Tablero de dirección" de esta última que establece la lectura de la siguiente manera: "… 20-126-21-79-22-62-23-124…".
Oliveira de visita en las calles de Rayuela "De ningún modo admito que esto pueda llamarse una novela" Anotación de la página 44 de la Bitácora de Rayuela.
Oliveira ha caminado un buen tiempo bajo la lluvia parisina. Sigue pensando en la suerte del viejo escritor y lo imagina rodeado de visitas amistosas en el hospital. Luego de haber recorrido algunas líneas del capítulo 23 de Rayuela decide refugiarse de la lluvia en alguna parte. Se detiene frente a un cartel que anuncia un concierto de piano. Va a la sala de conciertos y compra un boleto. La idea de evitar un resfrío escuchando música le parece divertida, al igual que el nombre de la pianista: Berthe Trépat. Con parsimonia ingresa a la sala y se da cuenta que los asistentes recién superan la veintena. Se encoje de hombros. Luego de algunos desatinos y la ejecución errática de Trépat, el público va optando paulatinamente por la lluvia. Al final del concierto, Oliveira es el único espectador que queda y cree conveniente subirse al escenario para gratificar a la extraña ejecutante. A ambos les cuesta salir del asombro ante la peculiar situación y él decide invitarla a tomar algo. Pero no son necesarias muchas cuadras para arrepentirse, Trépat está completamente loca y es imposible mantener una conversación medianamente coherente con ella. Oliveira duda si escapar corriendo en la esquina que sigue pero ella se agarra de su brazo, al final llegan al edificio de la pianista quien en un ataque de pánico, luego de haber insistido durante todo el trayecto en que Oliveira la acompañe a su casa, comienza a gritarle que ha descubierto las intenciones perversas del argentino. Oliveira intenta tranquilizarla pero las cosas empeoran cada vez más así que huye despavorido escaleras abajo. Ya en la calle, algunas cuadras más tarde, sacude la cabeza y piensa en el día desastroso que está por terminar. Busca un hotel donde dormir, trata de encender un cigarro cuando "empezaron a fallarle los fósforos uno tras otro. Era para reírse."
París estaba poblada de rompecabezas y laberintos, de personajes insólitos e historias inconexas. Ese París de Rayuela podría parecer el mismo de Cortázar, o sería cómo aquel del capítulo del manuscrito que no llegó a editarse: "Gente como Ronaldo y yo nos vamos dando cuenta que París no ha sido un encuentro sino la encrucijada sin la esfinge y sin el enigma. Esto es peor que el camino de Tebas, somos nuestra propia esfinge, hay que plantearse el enigma para resolverlo después." ¿En quién pensamos, en Oliveira o Cortázar? En el encuentro de esa encrucijada, entre la ciudad que habita el escritor argentino y aquella de sus novelas, aparece un lugar particular cuyas calles y edificios se construyen a partir de la ficción y la realidad, del deseo y el pasado, la provocación y la certeza.
Tal vez habría que alimentar aún más el juego de imágenes, de ciudades y de espejismos: Sabemos que Julio Cortázar nació en Bruselas el año en que dio inicio la Primera Guerra Mundial. Su lengua materna era el francés y dicha casualidad le produjo algunos problemas para pronunciar el español, dificultad que tuvo consecuencias en su devenir laboral. El primer ensayo que publicó en 1941 en la revista argentina Huella se titulaba lacónicamente "Rimbaud". Luego de obtener el título de Profesor ejerció la profesión en el interior de la Argentina hasta convencerse que siempre había estado en las ciudades equivocadas. En 1951 se mudó a París del cual alguna vez dijo: "París fue un poco mi Camino de Damasco, la gran sacudida existencial". Argentina y París, Buenos Aires y Francia. Alguna vez estableció una comparación que le gusta repetir a Mario Goloboff, uno de sus biógrafos: "De la Argentina se alejó un escritor para quien la realidad como la imaginaba Mallarmé, debía culminar en un libro. En París nació un hombre para quien los libros deberán culminar en la realidad."
Su segundo empleo parisino fue el de repartidor de libros para un librero judío. Su herramienta de trabajo era una motocicleta tipo Vespa, misma con la que tendría un grave accidente en 1953. Se ignora si este acontecimiento produjo algún cambio sustancial en su persona pero pronto abandonará ese empleo por uno que le consigue su amiga Edith en los almacenes Printemps. Más adelante viajará a Italia, contraerá matrimonio con Aurora Bernárdez y publicará algunos libros que le darán fama y prestigio.
Al final de ese largo viaje que fue su vida, conoció a Carol Dunlop. Será su segunda y última mujer. El encuentro, claro está, no tuvo nada de convencional: A finales de los años 70 da una conferencia en Canadá. Luego del evento asiste a una pequeña cena invitado por uno de los profesores canadienses. Una de las asistentes era la ex mujer del anfitrión, el encuentro con Cortázar fue definitivo en su vida. Ambos quedan profundamente enamorados: es el año de 1978. Pasan los meses y los días sin que ocurra nada entre ellos. Cortázar sigue su vida habitual en la capital francesa. Pero un día, en la víspera de un viaje que lo mantendrá fuera de París por tres meses, recibe una carta de Dunlop explicándole que está en París y que quiere verlo. Luego de pensarlo un poco Cortázar le escribe una carta. Se niega a verla antes de su viaje porque le incomoda la idea de un reencuentro fugaz que anteceda una nueva etapa de alejamiento. Deja la carta en un buzón de París a las cuatro de la tarde y se pone a caminar por el barrio latino, tiene una cita en el Marais en la noche con un amigo para ir al teatro, cuando repentinamente, en una "esquina obscura" se encuentra con Carol. Cortázar gustaba de fantasear con la minúscula posibilidad de encontrarse casualmente con alguien en una ciudad de 9 millones de habitantes. Más aún con la persona que amas y no has visto en mucho tiempo. La misma a la que le has enviado una carta negándote a verla. Luego de ese encuentro, la pareja no se separará hasta la muerte de ella el 2 de noviembre de 1982. Carol era treinta y dos años más joven que Cortázar, nació en 1946.
A Cortázar, como a casi todo el mundo, le resultaba difícil entender que Carol hubiese muerto antes que él. Las fechas no mentían: ella tenía 36 años, él 68. Su vida se fue apagando pausadamente, conforme fueron pasando los días. Quedaban muy lejos los años de Banfiel, en la niñez, la lectura de los Ensayos de Montaigne a los 12 años, la primera lectura de Opio de Cocteau en la adolescencia, obra que según sus propias palabras cambiará su vida. Las peleas de box, las clases de Literatura Inglesa en Mendoza, aquella reseña festejando la aparición del Adán Buenosayres, la llegada a Francia, la traducción de los cuentos completos de Edgar Allan Poe, la militancia política, Cuba, Nicaragua. Quince meses después de la muerte de Carol, pasado el medio día según cuenta Goloboff, Cortázar fallece en el hospital St. Lazare en París. Los que lo acompañaban, su primera esposa y el pintor Luis Tomasillo, juran que su doctor se apellidaba Modigliani. Pese a los indicios de que sus restos se encuentran en el cementerio de Montparnasse, todavía la gente se pregunta ¿dónde se encuentra Cortázar? Hay quienes dicen haberlo visto sobresalir entre la gente que viajaba de pie en un vagón de un metro parisino, o incentivando a un caracol al fondo de un bar cerca del Jardín de Luxemburgo, incluso algunos creen haberlo visto en ese otro París, la ciudad aquella de sus novelas. Nosotros preferimos ser más cautelosos, tal vez sea tiempo de aguardar la última de sus genialidades.

Augusto Monterroso: Julio Cortázar




3 de junio del 2002
Julio Cortázar*
Augusto Monterroso
La Jornada
. México, 2 de junio.
I
Recibo un recordatorio de la Editorial Nueva Nicaragua
acerca del libro-homenaje que prepara con el título de Queremos tanto a Julio,
dedicado a Julio Cortázar y con testimonios de muchos escritores amigos a
quienes se les ha pedido lo mismo. He enviado sólo media cuartilla, aduciendo
que el afecto no es cosa de muchas explicaciones. Otra cosa sería -señalo en
ella- si el libro llevara por título Admiramos tanto a Julio o algo así, caso en
el cual el número de páginas de mi contribución sería muy alto.
Ya para mi
obra, recuerdo el alboroto que en los años sesenta armó su novela Rayuela,
cuando las jóvenes inquietas de ese tiempo se identificaron con el principal
personaje femenino, la desconcertante Maga, y comenzaron a imitarla y a bañarse
lo menos posible y a no doblar por la parte de abajo los tubos de dentífrico,
como símbolo de rebeldía y liberación; y luego los cuentos de Julio, que eran
espléndidos y que existían desde antes pero que gracias a Rayuela alcanzaron un
público mucho mayor, y más tarde sus vueltas al día en ochenta mundos y, como si
esto fuera poco, sus cronopios y sus famas; y uno observaba cómo, fascinados por
las cosas que se veían en estos seres de una mitología que suponían al alcance
de sus mentes, los políticos y hasta los economistas querían parecer cronopios y
no solemnes, y lo único que lograban era parecer ridículos. De todo esto, y de
sus hallazgos de estilo y del entusiasmo que despertó entre los escritores
jóvenes, quienes a su vez se fueron con la finta y empezaron a escribir cuentos
con mucho jazz y fiestas con mariguana y a creer que todo consistía en soltar
las comas por aquí y por allá, sin advertir que detrás de la soltura y la
aparente facilidad de la escritura de Cortázar había años de búsqueda y
ejercicio literario, hasta llegar al hallazgo de esas apostasías julianas que
provisionalmente llamaré contemporáneas mejor que modernas; y sus encuentros de
algo con que creó un modo y -hélas-- una moda Cortázar, con su inevitable cauda
de imitadores. Los años han pasado y bastante de la moda también, pero lo real
cortazariano permanece como una de las grandes contribuciones a la modernidad,
ahora sí, la modernidad, de nuestra literatura. La modernidad, ese espejismo de
dos caras que sólo se hace realidad cuando ha quedado atrás y siendo antiguo
permanece.
II
Leo el Cuaderno de bitácora de "Rayuela" de Ana María
Barrenechea, en el que se reproduce el manuscrito del plan original de Rayuela
que Julio Cortázar obsequió a Anita, investigadora y crítica argentina y una de
las primeras que se ocuparon (junto con Emma Susana Esperatti) de la literatura
fantástica en Hispanoamérica. Pero el libro no es sólo eso. Trae además un
estudio de crítica genética que me siento incapaz de resumir sin enredarme, por
lo que prefiero copiar el primer párrafo de la introducción: Los pretextos de
Rayuela:
Se ha dado la circunstancia de que Julio Cortázar me regaló el
Cuaderno de bitácora de "Rayuela" (log-book como él mismo lo llamó en una
ocasión). No es en realidad un verdadero borrador o sea una primera redacción de
la historia novelesca. Es un conjunto heterogéneo de bosquejos de varias
escenas, de dibujos, de planes de ordenación de los capítulos (como índices), de
listas de personajes, algunos con acotaciones (predicados), que los definen, de
propuestas de juegos con el lenguaje, de citas de otros autores (en parte para
los capítulos prescindibles); rasgos positivos y negativos de los argentinos,
meditaciones sobre el destino del hombre, la relación literatura-vida,
lenguaje-experiencia, y aun fragmentos no muy extensos que parecen escritos "de
un tirón" y que luego pasarán a la novela ampliados o con escasas
modificaciones. En resumen el diario que registra el proceso de construcción de
Rayuela con ciertas lagunas.
Es consolador y estimulante ver en la parte
facsimilar del manuscrito los avances y retrocesos, las vacilaciones ante los
temas, la caracterización de las personas, los adjetivos corregidos o
suprimidos, los diagramas, las "rayuelas" con sus números y lo supuestos pies de
un jugador imaginario dibujados por el autor, los planos de edificios que
después serán descritos, todo ese proceso que hace sufrir (según vayan las
cosas) o gozar (según vayan las cosas) a los cuentistas, los novelistas o los
poetas. Recuerdo ahora la edición facsimilar, y he ido por ella, de The Waste
Land (Harcourt Brace Jovanovich, N. York, 1971). Con las correcciones y cambios
de éste que traduzco porque viene al caso:
Entre más cosas conozcamos de
Eliot, mejor. Agradezco que las cuartillas perdidas hayan sido desenterradas. El
ocultamiento del manuscrito de The Waste Land (años de tiempo perdido,
exasperantes para el autor) es puro Henry James. "El misterio del manuscrito
desaparecido" está resuelto. Valerie Eliot ha hecho un trabajo erudito que le
hubiera encantado a su esposo. Por esto y por su paciencia con mis intentos de
elucidar mis propias notas al margen, y por la amabilidad que la distingue, le
doy las Gracias. Ezra Pound.
T. S. Eliot. Julio Cortázar. Dos autores
auténticamente modernos, en estas dos publicaciones de sus manuscritos que se
llevan apenas algo más de una década y en las que se puede ver algo (nunca puede
verse todo) de su forma de encarar eso que algunos llaman creación y que tal vez
no sea sino un simple ordenamiento, su respeto, o su irrespeto, qué diablos, por
la palabra escrita; o su humildad, finalmente, ante la inmensidad de un sí o de
un no que a nadie le importa pero que al artista le importa; de un párrafo que
se conserva o que se suprime, las enormes minucias que diría Chesterton y que el
lector, ese último beneficiario o perdedor invisible, apenas sospecha.
III
Visita a la tumba de Julio Cortázar en el cementerio de Montparnasse.
Después del sinnúmero de veces que se lo habrán preguntado, el encargado de
guardia sabe muy bien de quién se trata y nos indica el camino en el plano que
los visitantes pueden estudiar en la pared, al lado de la puerta de entrada; y
así, marchamos por la avenida principal en busca de Allée Lenoir tratando de
llegar a la 3ª División, 2ª Sección, 3 Norte, 17 Oeste; pero en este primer
intento uno se pierde en el laberinto de pequeños mausoleos y tumbas y, después
de breves homenajes ante las de Baudelaire y Sartre, vuelve a la oficina de la
entrada con Edgar Quinet sólo para confirmar que la información estaba bien pero
que uno no había tomado la Allée Lenoir y regresa para ahora sí encontrar lo que
busca; y ahí está, blanca, plana, dividida en dos partes iguales y con los
nombres de Carol Dunlop arriba y Julio Cortázar abajo, más fechas.
Durante
unos minutos recuerdo la última vez que vi a Carol, en Managua, mostrándonos
sonriente sus fotografías de niños nicaragüenses; y a Cortázar aquí, en este
departamento (4 rue Martel, C., 4º derecha) que él habitó y en el que por azares
dignos de su imaginación vivo yo ahora y escribo estas líneas, cuando con B. y
Aurora Bernárdez, en diciembre de 1983, acabado de regresar de las Naciones
Unidas en Nueva York, a donde había ido a dar una de sus últimas batallas a
favor del régimen sandinista, hablamos de literatura, de traducciones, de
poesía, particularmente del autor de La ciudad sin Laura, Francisco Luis
Bernárdez ("tan unidas están nuestras cabezas/ y tan atados nuestros
corazones"), hermano de Aurora a quien casi le digo de memoria todo el soneto
que tanta influencia tuvo en nuestra generación de aprendices de escritor:
Si el mar que por el mundo se derrama tuviera tanto amor como agua fría se
llamaría por amor María y no tan sólo mar como se llama; a y de Italo Calvino y
de la vez que cenamos con éste en esta ciudad en casa de Víctor Flores Olea hace
tres años, y yo no hallaba de qué hablar con Calvino hasta que él, en las
mismas, se animó por fin a decirme que conocía Guatemala y de ahí no pasamos,
pues a mí se me hacía ridículo revelarle que yo conocía Italia.
Me despido
en silencio y, otra vez sobre la alameda Lenoir y la avenida, regreso y cuento
cincuenta y cinco pasos desde ésta al lugar en que se halla la tumba, en un acto
de signo absurdo pero así fue. De salida, el guardia nos hace adiós con un gesto
de inteligencia y complicidad que significaba que era donde él decía.
Diez
minutos después, sobre la avenida Montparnasse, en el arroyo, vemos a decenas,
cientos de miles de hombres y mujeres sudorosos que también cuentan sus pasos:
jóvenes y viejos, rubios, morenos, negros, vestidos de pantalón corto y camiseta
y con números visibles sobre el pecho, que han pasado, pasan y vienen corriendo
con los rostros angustiados de quien huye de algo o, me entero, van tras algo:
el final de una carrera de maratón, final que para algunos está llegando antes
de lo previsto. Por la noche, en la televisión, todo ese esfuerzo ocupa en la
pantalla cinco segundos y veinte palabras, casi un epitafio.
IV
Esos
días en que B. y yo estuvimos en Managua se llenaron sin remedio del recuerdo,
allí, de Julio Cortázar y su mujer Carol, Carol Dunlop, novelista (Mélanie dans
le miror, por aparecer en la editorial Nueva Imagen traducido por Fabianne
Bradu) y fotógrafa. Era lo normal. Allí, dos años antes habíamos recorrido las
mismas calles, encontrado a los mismos amigos y discutido, o simplemente
hablado, de los mismos problemas, lejanos o cercanos.
Y allí nos despedimos
de Carol, sin saberlo para siempre, en casa de los Flakoll, admirando juntos las
fotografías originales de lo que más tarde sería su libro Llenos de niños los
árboles (con texto también suyo), que Cortázar nos mostró más tarde en su casa,
en París, ya Carol muerta y Julio llamado a morir menos de dos meses después.
Pero en esta presencia-ausencia había también la parte alegre, como esa tarde
calurosa en que en la calle le dijimos, o B. le dijo: "Tío, cómpranos helado", y
él nos lo compró con su caballerosidad, ceremoniosa a pesar de todo.

L A V A L L E

Galopaban furiosamente hacia la frontera, porque el coronel Pedernera ha dicho: "Esta misma noche debemos estar en tierra boliviana". Detrás se oyen los disparos de la retaguardia. Y aquellos hombres piensan cuántos camaradas y quiénes de los que cubren aquella huida de siete días habrán sido alcanzados por la gente de Oribe. Hasta que en medio de la noche atraviesan la frontera y pueden derrumbarse y por fin descansar y dormir en paz. Una paz, sin embargo, tan desolada como la que reina en un mundo muerto, en un territorio arrasado por la calamidad, recorrido por silenciosos, lúgubres y hambrientos caranchos. Y cuando a la mañana siguiente Pedernera da orden de montar y de reiniciar la marcha hacia Potosí, aquellos hombres montan a caballo pero permanecen largo tiempo mirando hacia el sur. Todos (también el coronel Pedernera), ciento setenta y cinco rostros, pensativos y taciturnos hombres y también una mujer, mirando hacia el sur, hacia la tierra que se conoce con el nombre de Provincias Unidas (¡Unidas!) del Sur, hacia la región del mundo en que esos hombres han nacido, y donde quedan sus hijos, sus hermanos, sus mujeres, sus madres. ¿Para siempre? Todos miran hacia el sur. También el sargento Aparicio Sosa, con su tachito, con aquel corazón apretado contra su pecho, mira hacia allá. Y también el alférez Celedonio Olmos, que a la edad de diecisiete años se unió a la Legión, junto a su padre y a su hermano, ahora muertos en Quebracho Herrado, para combatir por ideas que se escriben con mayúsculas; palabras que luego van borroneándose y cuyas mayúsculas, antiguas y relucientes torres, se han ido desmoronando por la acción de los años y los hombres. Hasta que el coronel Pedernera comprende que ya basta, y da la orden de marcha y todos tiran de sus riendas y hacen volver sus cabalgaduras hacia el norte. Ya se alejan en medio del polvo, en la soledad mineral, en aquella desolada región planetaria. Y pronto no se distinguirán, polvo entre el polvo. Ya nada queda en la quebrada de aquella Legión, de aquellos míseros restos de la Legión: el eco de sus caballadas se ha apagado; la tierra que desprendieron en su furioso galope ha vuelto a su seno, lenta pero inexorablemente; la carne de Lavalle ha sido arrastrada hacia el sur por las aguas de un río (¿para convertirse en árbol, en planta, en perfume?). Sólo permanecerá el recuerdo brumoso y cada día más impreciso de aquella Legión fantasma. "En las noches de luna --cuenta un viejo indio-- yo también los he visto. Se oyen primero las nazarenas y el relincho de un caballo. Luego aparece, es un caballo muy brioso y lo muenta el general, un blanco como la nieve (así ve el indio al caballo del general). Él lleva un gran sable de caballería y un morrión alto, de granadero." (¡Pobre indio, si el general era un rotoso paisano, con un chambergo de paja sucia y un poncho que ya había olvidado el color simbólico! ¡Si aquel desdichado no tenía ni uniforme de grandero ni morrión, ni nada! ¡Si era un miserable entre miserables!) Pero es como un sueño: un momento más y en seguida desaparece en la sombra de la noche, cruzando el río hacia los cerros del poniente...

NOTA PRELIMINAR

Las primeras investigaciones revelaron que el antiguo Mirador que servía de dormitorio a Alejandra fue cerrado con llave desde dentro por la propia Alejandra. Luego (aunque, lógicamente, no se pueda precisar el lapso transcurrido) mató a su padre de cuatro balazos con una pistola calibre 32. Finalmente, echó nafta y prendió fuego. Esta tragedia, que sacudió a Buenos Aires por el relieve de esa vieja familia argentina, pudo parecer al comienzo la consecuencia de un repentino ataque de locura. Pero ahora un nuevo elemento de juicio ha alterado ese primitivo esquema. Un extraño "Informe sobre ciegos", que Fernando Vidal terminó de escribir la noche misma de su muerte, fue descubierto en el departamento que, con nombre supuesto, ocupaba en Villa Devoto. Es, de acuerdo con nuestras referencias, el manuscrito de un paranoico. Pero no obstante se dice que de él es posible inferir ciertas interpretaciones que echan luz sobre el crimen y hacen ceder la hipótesis del acto de locura ante una hipótesis más tenebrosa. Si esa inferencia es correcta, también se explicaría por qué Alejandra no se suicidó con una de las dos balas que restaban en la pistola, optando por quemarse viva.
[Fragmento de una crónica policial publicada el 28 de junio de 1955 por La Razón de Buenos Aires.]