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viernes, 11 de mayo de 2007

Juan Carlos Onetti

Juan (Una charla con Dolly de Onetti)

“ ‘Puedo ver en sueños, por lo menos, el rostro de lo que no sé’, repetía ella.”
Juan Carlos Onetti, La Vida Breve.


A pesar de los cinco minutos de retraso, el sujeto se detuvo en la cresta de su prisa a mirar el edificio. Finalmente había llegado. Una calle y un ascensor lo separaban del lugar que había deseado visitar, con indecisa avidez, desde hacía muchos años. Los carriles de alta velocidad de la avenida América rugían bajo sus pies. El polvo y el sol de ese verano madrileño, que golpeaban las paredes y los parasoles verdes, le daban al edificio un aspecto de fatiga. Su afán de llegar a ese lugar había surgido años atrás, cuando leyó una noti-cia que decía que su amigo se encontraba recluido en un apartamento del que ya nunca salía. Desde entonces, el sujeto se propuso ir a buscarlo. La única pista que tenía era el nombre de una avenida. A un océano de distancia había intentado inútilmente averiguar la dirección exacta. Su idea era escribirle una carta ineludible. A lo largo de los meses, el sujeto redactó mentalmente centenares de versiones de la carta. Sabía que su amigo era algo huraño, que no accedía fácilmente a las visitas. En la carta le hablaría de lo mucho que significaban para él todos sus libros, le diría que él también escribía, le diría que era periodista y que quería visitarlo —pero no para hacerle una entre-vista—, que su única ambición era poder darle un abrazo, saber que era real, cru-zar con él unas palabras sobre el clima o sobre el tráfico. Pero el amigo había muerto antes de que el sujeto pudiera darle vida a su sueño de viajar a visitarlo. La carta ni siquiera fue escrita. El hombre se había ido sin saber que en un perdido pueblo de ultramar, llamado Cartagena, alguien car-garía para siempre con el peso de no haberle agradecido esa lucha nocturna y so-litaria a la que tanto le debía. En el cruce de la avenida América con la calle Cartagena, el sujeto pensó en las paradojas de la vida. Imaginó lo que habría sentido si su amigo siguiera vivo en ese apartamento que asomaba su penacho vegetal en el último piso. Pensó en los derrotados de los libros de su amigo y se acercó al edificio. "Juan Carlos Onetti vive en el octavo piso", le informó el joven vigilante, in-consciente de la herida que causaba con aquello que decía, dando a entender con su entusiasmo que sabía la importancia del hombre del piso octavo. "Tome usted el ascensor. Queda al final del pasillo." Antes de sonar el timbre, el sujeto miró el gastado tapete de fique frente a la puerta. Pensó que tal vez su amigo se había limpiado allí los zapatos la última vez que entró para nunca más salir. Miró su reloj. También esto sucedía a la hora de los sueños. Pensó que ya poco le importaba llegar un poco tarde a esa cita, cuando su retraso verdadero era casi de año y medio.
* * *
“¿Qué signo sos?”, preguntó la mujer, desenfadada, argentina y fuerte. “Géminis”, dijo el sujeto, sin terminar de hacerse a la idea de que estaba en el apartamento de su amigo. “¿Géminis? ¡Qué bien! También yo soy géminis. Estoy segura de que vamos a entendernos”. Estaban sentados en la mesa del comedor. El sujeto tenía al frente un venta-nal que daba a la terraza, a las plantas con algunas flores obstinadas a pesar de la furia del verano. A un lado estaba la sala, silenciosa, llena de libros. Y a su espal-da, la muda palpitación del cuarto. “Juan es cáncer”, dijo la mujer, en un presente que hacía más notoria la pre-sencia en el cuarto. “Tiene mucho de su signo. Le gustan los espacios cerrados, protegidos. Una vez que se mete en un sitio ya no quiere salir”. A pesar del gris que la envuelve, en su cabello revuelto y con vestigios de amarillo, en sus ojos claros, en su camisa azul pálido, es fácil apreciar la sobria belleza que acompañó al amigo durante muchos años. Se levanta, mueve con pasos vivaces y casi saltarines su cuerpo de bas-quetbolista. Trae un paquete con las últimas fotos que le tomaron a Onetti. Son unas fotos extrañas, de atmósfera triste y pesada, entre sábanas y almohadas. Su mirada es la de un hombre tremendamente digno que ha vivido demasiado. “Juan conocía mucho a la gente. Con sólo ver a una persona unos minutos ya sabía cómo era y qué pensaba...” Dolly se interrumpe, una ceniza roja se apodera de sus ojos, tiene un nudo en la garganta. “Cuando Juan murió me buscaron para hacerme entrevistas pero yo no quise hablar... Pero en fin, yo sé que debo hacerlo. He estado viendo a un psicólogo y me ha dicho que soy afortunada, que tengo todo lo que él escribió, que muchos se van sin dejar nada.” Mira las fotos sobre la mesa, dice sin fuerzas: “Quitalas”. El sujeto las recoge, las oculta de su vista. “Juan hablaba poco de su infancia. Era como un tesoro que no quería que nadie conociera. Sus padres se querían muchísimo. Aún después de veinte años de casados, su padre seguía llevándole flores a su madre, eran como recién casa-dos. Juan siempre lamentó que sus padres hubieran muerto sin conocer sus libros. Creo que sólo alcanzaron a ver el primero”. “Juan supo que escribiría desde muy niño. Es curioso, porque yo siento que Juan escribió bien desde el principio, desde 'El Pozo'. Muchos van evolucionando y van llegando, pero yo siento que Juan era profundo desde los diecinueve años”. “Había leído mucho desde niño. La madre venía y apagaba la luz de noche y él seguía con una vela. En su casa había un armario enorme, uno de esos muebles antiguos, y Juan se metía allí con su gato y el libro que estaba leyendo, y se que-daba horas y horas. Él siempre tuvo esa cosa de encerrarse, que es un poco de los de cáncer, como después se encerró ahí adentro”. Mira hacia el cuarto. Se llena de valor para seguir. “También hacía la rabona en el colegio y se iba a la biblioteca y leía todo Julio Verne, las cosas de los niños...”. El sujeto piensa que a través del dolor de la mujer está sintiendo la presencia de su amigo. Después de la muerte de Onetti había decidido que, igual, iría hasta el lugar donde él había vivido, que a través de Dolly, la violinista de la sinfónica de Madrid, su compañía definitiva, la mujer de sus últimos treinta años, podría estar cerca de él. Piensa en los lazos que los unieron, en lo mucho que su amigo debía conocer a esa mujer, él que tanto conocía esa insólita mezcla de ternura y de fiereza que hay en una mujer. “Juan siempre estuvo entre mujeres. Cuando tenía doce años se iba donde las ‘minas’ y se sentaba en una sillita a mirarlas, hasta que una se acercaba y le decía: ‘Vení, mocoso’ ”. "Me acuerdo de Alcina, un amigo de él, a quien le dedicó Bienvenido Bob. Ellos vivieron juntos en Buenos Aires, cuando eran muy jóvenes y, mientras Juan se anudaba la corbata para salir de noche, el otro le decía: ‘¿Y esta noche qué va a ser? ¿Una rubia? ¿Una morena?’ ”. “En aquel tiempo Juan vivía al tope, con los amigos, con la tertulia. Tuvo una linda época en Buenos Aires, conoció a Roberto Arlt, era un hombre muy nocturno”. “Cuando nos conocimos en Buenos Aires él estaba escribiendo La vida bre-ve y un día me dijo: ‘Te metiste en mi novela’. Así fue, en la novela apareció una violinista que no tenía mucho que ver con el resto de la historia." “Cuando llegué a Montevideo quedé enloquecida. Salía con Juan y con sus amigos, con toda esa gente tan brillante —por algo le decían a Montevideo la Suiza de América— y yo lo que hacía era quedarme con la boca cerrada escu-chando todo esto, que era maravilloso...”. Dolly es incapaz de quedarse mucho tiempo sentada. Siempre hay algo que la obliga a levantarse: una nueva cerveza, una vecina que ha venido a que le presten el teléfono, el deseo de mostrar todas las ediciones de los libros de Onetti —y en todos los idiomas a que han sido traducidas— que guarda en el cajón su-perior del mueble del comedor. “El Astillero y Juntacadáveres los escribió en Montevideo. Juntacadáveres lo empezó en Buenos Aires y un día iba para su casa —para llegar a su aparta-mento debía recorrer un corredor muy largo— y dice que cuando iba por el co-rredor le vino a la mente toda la historia de El Astillero. Supongo que ya la tenía medio metida, pero ahí se le reveló todo y se entusiasmó tanto que dejó Juntaca-dáveres y escribió El Astillero más o menos de un tirón. Lo terminó en Montevi-deo, donde nos fuimos a vivir, y como en esa época no publicaba así no más, porque no era conocido, decidió mandarlo a un concurso en Buenos Aires. Yo se lo copié todo a máquina. Me acuerdo que trabajaba medio día de secretaria y, con el permiso de los jefes, lo pasé a máquina dentro de la oficina porque tenía muy poco que hacer. Entonces lo mandé y cometí un error —no me di cuenta— al po-ner la dirección de Montevideo. Yo no había visto que las bases decían que había que vivir en Buenos Aires.” “El jurado decidió que había que darle el premio, pero cuando vieron el so-bre lo descalificaron. Entonces lo publicaron, pero sin premio... La primera edición de El Astillero es bellísima." Mira pensativa el mueble del comedor. No recuerda si allá arriba está guar-dada esa edición. “Juan conoció El Astillero. Estaba en la Boca, cerca de Buenos Aires, era el astillero en ruinas del que habla en su novela. Allí también vio a la mujer de la casilla, era una mujer muy flaca que le impresionó mucho. Era una mujer de di-nero que lo había dejado todo por irse a vivir allí con un hombre”. “¿Recuerdas la escena en que Larsen huye aterrado de esa mujer, cuando va a dar a luz? Juan siempre decía que era injusto traer hijos a sufrir. Juan no fue ni padre ni abuelo, siempre vivió alejado de sus hijos y de sus nietos. Su primera separación fue muy dolorosa, lo afectó mucho alejarse de su hija de tres años”.
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“Juan solía escribir los viernes en la noche. Como él siempre fue muy noc-turno, por su trabajo como periodista, prefería escribir en las horas de la noche, y los viernes eran especiales”. “A veces, los viernes en la tarde, nos poníamos a hablar y yo veía que él es-taba con la atención en otro lado. Entonces le decía: ‘Ya estás novelando’, y él reía”. “No necesitaba muchas cosas para escribir. Guardaba y le divertía mucho una caricatura de un hombre que se asomaba por la puerta de un iglú, en el polo norte, y le decía a su esposa: ‘aquí tampoco soy capaz de escribir’ ”. “Él simplemente se sentaba, con una copa de vino y con sus cuadernos, y es-cribía. Juan siempre escribió a mano, decía que sentía mucho mejor lo que de-cía”. Dolly se acerca hasta el mueble del comedor y abre uno de los cajones infe-riores. Allí, donde era de esperar una vajilla, hay un mar de cuadernos enormes, cada uno con una etiqueta: Dejemos hablar al viento, Cuando entonces. La últi-ma novela, Cuando ya no importe, fue escrita en una agenda. La letra es clara, amplia, espaciada, una rítmica mezcla de curvas y ángulos. El sujeto pasa sus manos por las hojas, siente, se asoma a las noches de viernes de su amigo. "Juan tenía una letra clarísima. Tú vez que escribía cada letra, letra por letra. Él decía que mientras más lento iba mejor, porque le daba tiempo para ir buscan-do las palabras. Cuando le hablaban de su adjetivación, de la forma como encon-traba la palabra justa, Juan decía: ‘Me da tiempo, por lo despacio que lo hago’ ”. En la primera hoja del cuaderno donde empieza la novela Dejemos hablar al viento, el sujeto encuentra unas misteriosas iniciales. Dolly explica: “Son las ini-ciales de una oración a la Virgen. Cuando Juan escribía algo que le gustaba, reza-ba esa oración. Es curioso, a pesar de que nunca fue muy religioso, Juan siempre tuvo algo especial con la Virgen”. El sujeto piensa en Santa María, en ese pueblo universo cuyo nombre ahora entiende mejor. “Juan era inmensamente feliz cuando escribía. Contento no es la palabra. Se pasaba la noche entera con su cuaderno y al día siguiente me decía: ‘Tenés que trabajar’ y entonces me daba el libro para que lo pasara a máquina. Luego hacía sus correcciones, aunque hacía muy pocos cambios”. “El último libro lo armamos un poco entre el hijo de Juan —Jorge, que se vino a vivir a España hace unos diez años— y yo, porque Juan estaba bastante mal y no tenía muchas ganas”. “Cuando le preguntábamos por un capítulo, decía: ‘pónganlo donde quie-ran’. Yo le decía: ‘no, porque esto tiene un orden’ ”. “Yo creo que él hizo a propósito un capítulo, no sé si te acuerdas, en el que dice que vino como un viento y se llevó todo y las hojas cayeron. Era una manera de decir: ‘Bueno, si está todo desordenado, qué importa’ ”. “Después de la novela, Juan siguió escribiendo —hizo como unas ochenta páginas— pero esto sólo fue un rebote. Estaba escribiendo y seguía escribiendo hasta que realmente se puso mal y no podía más”. “Odiaba...”, Dolly vuelve a conmoverse, vuelve a forcejear con el nudo de su garganta, “...odiaba la vejez. Él amaba a la gente joven, en el comienzo de la vida”. “Hay una parte, creo que en Los niños en el bosque, donde habla de una es-calinata en una universidad, no me acuerdo muy bien cómo era, y decía: “el im-pulso de tirar a un viejo por unas escaleras, porque es viejo...”. “Odiaba la decrepitud, lo que hacía la vida con el cuerpo de uno, la injusti-cia...”. “A veces pienso que deberíamos empezar por la muerte y volver, todo hacia atrás, hacia el nacimiento”. Al final de estas palabras, el sujeto termina de admitir lo que se negaba a admitir, que a veces, en un giro de voz, en una confluencia breve de luces y de sombras, le parece estar viendo, en Dolly, el rostro de su amigo. Como si ella fue-ra un espejo que lo siguiera reflejando.
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“A Juan lo que más le importó, en cuanto a sus libros, fue poder publicar en Gallimard, y lo logró. Había leído todo Proust en Gallimard, en una edición ma-ravillosa y para él, llegar a esa editorial, era el summum del escritor. Estando acá se habló de hacer una obra de Juan con Gallimard y, aunque ellos querían un contrato largo, Carmen Balcells le dijo a Juan que resistiera para que sólo fuera por cinco años (Juan la adoraba, le mandaba flores, le dedicó el último libro, igual que el Gabo). Bueno, lo cierto es que Juan resistió y al final consiguieron los cinco años y se hizo la edición con Gallimard”. “A Juan también le gustó mucho la edición de Aguilar de sus obras comple-tas, que ahora no son para nada completas. Quería mucho esa edición, la tenía bien guardadita ahí, que nadie se la llevara y muchas veces miraba sus hojas del-gaditas y sus tapas marrones”. “Ese libro, la biblia y su diccionario de sinónimos eran los que siempre tenía cerca”. “La introducción era de Rodríguez Monegal, que murió también. Lo que pa-sa es que todos se mueren, todos... todos se van yendo”.
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“Él había hecho como un pequeño Uruguay dentro de esa habitación: con los amigos que venían, con la prensa uruguaya, con las llamadas telefónicas. Uruguay era un recuerdo constante y Juan no miraba otra ciudad, podría decirse que nunca estuvo del todo en España, a pesar de los casi veinte años que llevá-bamos aquí”. “Una vez vino una periodista que, después de mucho insistir, al final llegó a Juan y él le dijo: ‘Bueno, hija, qué quieres’, y ella le dijo: ‘Quiero que me diga qué es lo que siente por Madrid, ¿le gusta la ciudad?’ Juan le contestó: ‘Pues has venido en vano porque no conozco la ciudad’ ”. “Juan leía cuando iba a cualquier lado. En el auto, en el tren, en el avión... donde íbamos leía. No miraba nada, no se enteraba. Lo único que conocía de acá era esta cuadra. Cuando salíamos, íbamos ahí abajo a un restaurante y cenába-mos. Ahí no más, no quería ir más lejos. Allí todo el mundo lo conocía, cenába-mos con los amigos uruguayos, con todo el que caía”. “Juan no conocía la ciudad. Yo le hablaba de las calles cuando escribió Pre-sencia, uno de sus últimos cuentos, que tenía que ver un poco con Madrid —se trataba de un detective que tenía que encontrar una persona que realmente no existía porque estaba presa en Uruguay—, él me preguntaba por nombres de ca-lles para ponerlas, porque no sabía”.
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“Cuando Juan estuvo preso en Uruguay —por formar parte de un jurado que premió un cuento que el gobierno consideró peligroso—, pensamos que se iba a morir, se deprimió muchísimo y no comía. Juan tenía unas depresiones terribles. Yo hablaba con psicólogos, les preguntaba qué podía hacer. Juan sólo aceptó una vez hablar con un psicólogo, era un tío de Eduardo Galeano, hablaron largo rato y le recetó unos medicamentos”. “Cuando pudimos sacarlo de la cárcel, en el 75, y nos vinimos a España, Juan estaba deshecho”. “Por fortuna le ofrecieron escribir un artículo periodístico mensual y todos le ayudábamos a buscar temas y se fue entusiasmando nuevamente con su trabajo”. “Juan no vivió de sus libros, ni siquiera cuando nos vinimos para acá. Sólo después de recibir el Premio Cervantes, en 1980, fue cuando se hizo más famoso y pudimos comprar este piso y un par de oficinas”. “Juan no quiso volver a Montevideo porque odiaba viajar y porque muchos de sus amigos habían muerto”. “Las últimos días leyó más bien revistas —uruguayas y argentinas—, pero poco, porque ya no tenía fuerzas. También tuve que comprarle libros más livia-nos porque se cansaba de sostenerlos y la vista no le ayudaba mucho”.
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"Vení a ver mi terraza", dice Dolly, desahogada, contenta por haber podido hablar. Explica el método que utilizó para seguir regando las matas durante el viaje a Holanda e Inglaterra que acaba de hacer con su hermana: la enorme man-guera negra que recorre las macetas y deja caer en cada una chorritos mínimos. Puede decirse que su jardín, a pesar de ese verano de temperaturas criminales, es una de las zonas más verdes de Madrid. El verde rodea todo el piso, se asoma por la ventana de la sala y arroja su bullicio vital a la atmósfera de la sala y el cuarto. Dolly recuerda que a las cinco tiene un ensayo y entra apurada a la sala. “¿Querés comer algo?” Vuelve a mirar las fotos. “Saqué muchas copias de todo esto para el homenaje a Juan que harán en octubre en Uruguay. Trabajé como tres semanas sacando copias láser de las casi setenta fotos que tengo de Juan”. Mira con ternura la cansada ternura del hombre de las fotos. “A Juan le han sacado tantas fotos. Pobrecito, lo han martirizado con las fo-tos y las entrevistas. Siempre le preguntaban lo mismo. Una vez vino alguien a saludarlo y a decirle que lo admiraba mucho, que no había leído nada suyo pero que lo admiraba mucho, ¿te imaginás?” “Antes de venir los periodistas les decía: ‘Está bien, hablamos, pero nada de fotos’ ”. “Las mejores fotos se las sacó una argentina, era fabulosa. Juan se reía con ella, le decía cosas, le mandaba piropos y estaba muy distendido. A Juan le gus-taba hablar con chicas periodistas, antes de recibirlas me preguntaba: ‘¿Y es bo-nita?’ ”. Se queda atrapada nuevamente por las últimas fotos, por ese rostro de niño maltrecho que no se resigna a ser vencido. “A Juan no le gustaban estas fotos, decía que estaba muy viejo. Juan de jo-ven era maravilloso”. Va a la cocina, vuelve, practica algo de solfeo, abre uno de los cajones del comedor en el que sí hay una vajilla, pone unos platos en la mesa. “No me gusta mirarlas mucho porque se gastan, dejan de ser él y se vuelven simples fotos”. Vuelve a la cocina, deja al sujeto solo en el comedor, inhalando esa atmósfe-ra que pronto va a dejar, mirando los libros de los estantes, las novelas policiacas, pensando que lo mejor era no ver ese cuarto y marcharse con la idea de que el amigo seguía allí dormitando y quizá había escuchado y aprobado o censurado algunas de las cosas que se dijeron esa tarde. “Me alegro cuando alguien me muestra fotos de Juan que no conozco”, dice Dolly desde la cocina. “Me gusta que me cuenten cosas de él que yo no sé”. Regresa, mira el rostro conmovido del sujeto que ha venido a visitarla, su temblor de orfandad. Toma un osito de tela del estante de los libros y se lo entrega. “Tomá”, le dice, maternal, sonriente, vieja amiga del dolor y la tristeza. “Llevá este recuerdo de Onetti”.
Madrid, agosto de 1995.

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