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sábado, 14 de junio de 2008

LISBON, REVISITED 1997- DOS-

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LISBON REVISITED 1997- UNO-

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MUERTE EN LA TARDE -TRES-

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MUERTE EN LA TARDE -DOS-

 
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FEDERICO GARCIA LORCA
LLANTO POR IGNACIO SANCHEZ MEJIAS (1935)
A las cinco de la tarde.

Eran las cinco en punto de la tarde.

Un niño trajo la blanca sábana
a las cinco de la tarde.

Una espuerta de cal ya prevenida
a las cinco de la tarde.

Lo demás era muerte y sólo muerte
a las cinco de la tarde.

El viento se llevó los algodones
a las cinco de la tarde.

Y el óxido sembró cristal y níquel
a las cinco de la tarde.

Ya luchan la paloma y el leopardo
a las cinco de la tarde.

Y un muslo con un asta desolada
a las cinco de la tarde.

Comenzaron los sones del bordón
a las cinco de la tarde.

Las campanas de arsénico y el humo
a las cinco de la tarde.

En las esquinas grupos de silencio
a las cinco de la tarde.

¡Y el toro, solo corazón arriba!
a las cinco de la tarde.

Cuando el sudor de nieve fue llegando
a las cinco de la tarde,

cuando la plaza se cubrió de yodo
a las cinco de la tarde,

la muerte puso huevos en la herida
a las cinco de la tarde.

A las cinco de la tarde.

A las cinco en punto de la tarde.

Un ataúd con ruedas es la cama
a las cinco de la tarde.

Huesos y flautas suenan en su oído
a las cinco de la tarde.

El toro ya mugía por su frente
a las cinco de la tarde.

El cuarto se irisaba de agonía
a las cinco de la tarde.

A lo lejos ya viene la gangrena
a las cinco de la tarde.

Trompa de lirio por las verdes ingles
a las cinco de la tarde.

Las heridas quemaban como soles
a las cinco de la tarde,

y el gentío rompía las ventanas
a las cinco de la tarde.

A las cinco de la tarde.

¡Ay qué terribles cinco de la tarde!
¡Eran las cinco en todos los relojes!
¡Eran las cinco en sombra de la tarde!

La sangre derramada.
¡Que no quiero verla!

Dile a la luna que venga,
que no quiero ver la sangre
de Ignacio sobre la arena.

¡Que no quiero verla!

La luna de par en par,
caballo de nubes quietas,
y la plaza gris del sueño
con sauces en las barreras

¡Que no quiero verla¡

Que mi recuerdo se quema.
¡Avisad a los jazmines
con su blancura pequeña!

¡Que no quiero verla!

La vaca del viejo mundo
pasaba su triste lengua
sobre un hocico de sangres
derramadas en la arena,
y los toros de Guisando,
casi muerte y casi piedra,
mugieron como dos siglos
hartos de pisar la tierra.

No.

¡Que no quiero verla!

Por las gradas sube Ignacio
con toda su muerte a cuestas.
Buscaba el amanecer,
y el amanecer no era.
Busca su perfil seguro,
y el sueño lo desorienta.
Buscaba su hermoso cuerpo
y encontró su sangre abierta.
¡No me digáis que la vea!
No quiero sentir el chorro
cada vez con menos fuerza;
ese chorro que ilumina
los tendidos y se vuelca
sobre la pana y el cuero
de muchedumbre sedienta.
¡Quién me grita que me asome!
¡No me digáis que la vea!
No se cerraron sus ojos
cuando vio los cuernos cerca,
pero las madres terribles
levantaron la cabeza.
Y a través de las ganaderías,
hubo un aire de voces secretas
que gritaban a toros celestes,
mayorales de pálida niebla.
No hubo príncipe en Sevilla
que comparársele pueda,
ni espada como su espada,
ni corazón tan de veras.
Como un rio de leones
su maravillosa fuerza,
y como un torso de mármol
su dibujada prudencia.
Aire de Roma andaluza
le doraba la cabeza
donde su risa era un nardo
de sal y de inteligencia.
¡Qué gran torero en la plaza!
¡Qué gran serrano en la sierra!
¡Qué blando con las espigas!
¡Qué duro con las espuelas!
¡Qué tierno con el rocío!
¡Qué deslumbrante en la feria!
¡Qué tremendo con las últimas
banderillas de tiniebla!
Pero ya duerme sin fin.
Ya los musgos y la hierba
abren con dedos seguros
la flor de su calavera.
Y su sangre ya viene cantando:
cantando por marismas y praderas,
resbalando por cuernos ateridos
vacilando sin alma por la niebla,
tropezando con miles de pezuñas
como una larga, oscura, triste lengua,
para formar un charco de agonía
junto al Guadalquivir de las estrellas.
¡Oh blanco muro de España!
¡Oh negro toro de pena!
¡Oh sangre dura de Ignacio!
¡Oh ruiseñor de sus venas!
No.

!Que no quiero verla!

Que no hay cáliz que la contenga,
que no hay golondrinas que se la beban,
no hay escarcha de luz que la enfríe,
no hay canto ni diluvio de azucenas,
no hay cristal que la cubra de plata.
No.

!Yo no quiero verla!

Cuerpo presente.

La piedra es una frente donde los sueños gimen
sin tener agua curva ni cipreses helados.
La piedra es una espalda para llevar al tiempo
con árboles de lágrimas y cintas y planetas.

Yo he visto lluvias grises correr hacia las olas
levantando sus tiernos brazos acribillados,
para no ser cazadas por la piedra tendida
que desata sus miembros sin empapar la sangre.

Porque la piedra coge simientes y nublados,
esqueletos de alondras y lobos de penumbra;
pero no da sonidos, ni cristales, ni fuego,
sino plazas y plazas y otras plazas sin muros.

Ya está sobre la piedra Ignacio el bien nacido.
Ya se acabó; ¿qué pasa? Contemplad su figura:
la muerte le ha cubierto de pálidos azufres
y le ha puesto cabeza de oscuro minotauro.

Ya se acabó. La lluvia penetra por su boca.
El aire como loco deja su pecho hundido,
y el Amor, empapado con lágrimas de nieve
se calienta en la cumbre de las ganaderías.

¿Qué dicen? Un silencio con hedores reposa.
Estamos con un cuerpo presente que se esfuma,
con una forma clara que tuvo ruiseñores
y la vemos llenarse de agujeros sin fondo.

¿Quién arruga el sudario? ¡No es verdad lo que dice!
Aquí no canta nadie, ni llora en el rincón,
ni pica las espuelas, ni espanta la serpiente:
aquí no quiero más que los ojos redondos
para ver ese cuerpo sin posible descanso.

Yo quiero ver aquí los hombres de voz dura.
Los que doman caballos y dominan los ríos;
los hombres que les suena el esqueleto y cantan
con una boca llena de sol y pedernales.

Aquí quiero yo verlos. Delante de la piedra.
Delante de este cuerpo con las riendas quebradas.
Yo quiero que me enseñen dónde está la salida
para este capitán atado por la muerte.

Yo quiero que me enseñen un llanto como un río
que tenga dulces nieblas y profundas orillas,
para llevar el cuerpo de Ignacio y que se pierda
sin escuchar el doble resuello de los toros.

Que se pierda en la plaza redonda de la luna
que finge cuando niña doliente res inmóvil;
que se pierda en la noche sin canto de los peces
y en la maleza blanca del humo congelado.

No quiero que le tapen la cara con pañuelos
para que se acostumbre con la muerte que lleva.
Vete, Ignacio: No sientas el caliente bramido.
Duerme, vuela, reposa: ¡También se muere el mar!

Alma ausente

No te conoce el toro ni la higuera,
ni caballos ni hormigas de tu casa.
No te conoce el niño ni la tarde
porque te has muerto para siempre.

No te conoce el lomo de la piedra,
ni el raso negro donde te destrozas.
No te conoce tu recuerdo mudo
porque te has muerto para siempre.

El otoño vendrá con caracolas,
uva de niebla y monjes agrupados,
pero nadie querrá mirar tus ojos
porque te has muerto para siempre.

Porque te has muerto para siempre,
como todos los muertos de la Tierra,
como todos los muertos que se olvidan
en un montón de perros apagados.

No te conoce nadie. No. Pero yo te canto.
Yo canto para luego tu perfil y tu gracia.
La madurez insigne de tu conocimiento.
Tu apetencia de muerte y el gusto de tu boca.
La tristeza que tuvo tu valiente alegría.
Tardará mucho tiempo en nacer, si es que nace,
un andaluz tan claro, tan rico de aventura.
Yo canto su elegancia con palabras que gimen
y recuerdo una brisa triste por los olivos.

FEDERICO GARCIA LORCA

MUERTE EN LA TARDE - UNO-

 
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CRÓNICA: IDA Y VUELTA
Arte de matar
ANTONIO MUÑOZ MOLINA 14/06/2008


Cuando yo tenía seis o siete años mi padre me llevó una vez a una corrida de toros. A él le gustaban mucho y le ilusionaba transmitir a su hijo esa afición. Se acordaba siempre de la tarde de agosto en que alguien bajó por la vereda de la huerta en la que trabajaba y le dijo llorando que un toro acababa de matar a Manolete, muy cerca, en la plaza de Linares. Manolete era para ellos un héroe y también una persona muy próxima. Más aún lo fue veinte años después otro matador de éxito más bien pasajero, Carnicerito de Úbeda. No sólo era de nuestra misma ciudad: su padre, de quien le venía el sobrenombre, tenía un puesto en el mercado justo enfrente del mío. De pronto ese niño al que mi padre había visto crecer era una figura del toreo que llenaba las plazas y aparecía a página entera en aquella revista taurina que se llamaba Dígame. Era, literalmente, uno de nosotros, e incluso los niños nos enorgullecíamos de que hubiera nacido en nuestra ciudad y celebrábamos su éxito. Algunas veces lo veíamos pasar en un Mercedes blanco.
Con los años, la corrida a la que me había llevado mi padre sólo fue un recuerdo vago de aburrimiento y disgusto. Él, sin embargo, se acordaba muy bien, con esa buena memoria para las desilusiones y los agravios menores que tienen en común los padres y los hijos. Mi padre se acordaba de que a los pocos minutos de empezar la corrida yo ya estaba preguntándole cuánto quedaba para que terminara. "¿Por qué toro van ya?". Imaginaría, con razón, que mi desinterés en los toros era otro signo de mi discordia inexplicable hacia las cosas que a él más le gustaban, las que constituían su mundo, las que yo hubiera debido aprender de él como él las aprendió antes de su padre: el campo, los animales, la hermosa agitación del mercado de abastos, las canciones flamencas que sonaban siempre en la radio. Ése era el mundo de la gente trabajadora campesina: nuestros padres estaban seguros de pertenecer a él de la misma manera visceral en que muchos de nosotros queríamos abandonarlo. No era ni el paraíso que inventa luego la nostalgia ni la cultura inmemorial y a ser posible inalterada que tanto gusta a los antropólogos y a los fabricantes de raíces vernáculas: el mundo de los campesinos pobres españoles de los años cincuenta y sesenta era el paisaje de ruinas posterior a la Guerra Civil, y su apariencia de perduración el resultado de un retroceso traído por la victoria militar de las clases sociales más retrógradas y de sus aliados eclesiásticos.
En esa aspereza sin demasiados horizontes la afición a los toros deparaba a nuestros mayores una emoción estética y la ocasión de admirar el triunfo de alguien salido de su misma clase. Raramente advertirían la brutalidad de un espectáculo sanguinario quienes la experimentaban a diario en sus propias vidas. Nosotros, los hijos de aquella gente, crecimos en el mundo que ellos habían hecho posible con su trabajo sin recompensa, y fue precisamente lo que ellos nos dieron lo que alimentó nuestra vocación de lejanía. Porque nuestra vida era mejor y más ancha de posibilidades ya no nos gustaba lo mismo que a ellos. De muy niños nos habíamos retorcido de risa viendo correr delante de un novillo a los enanos de la troupe del Bombero Torero; incluso, aunque a veces se nos partiera el corazón de lástima, no nos habíamos rebelado contra el trato brutal que recibían los más indefensos, los tontos a los que perseguían a pedradas adolescentes feroces, los perros enganchados a los que alguna mala bestia separaba con una navaja.
En esa España chillona retrógrada que se nos volvía afortunadamente tan ajena estaban incluidos los toros, a veces sólo por razones estéticas, antes de que empezáramos a tener alguna sensibilidad hacia el sufrimiento de los animales. Los pasodobles, las monteras, los trajes de luces, la grosera simbología de la sangre, la arena, la cornamenta, la espada. Era la España negra: la de los lugares comunes baratos del turismo, la de la intelectualidad extranjera que fingía apreciar nuestro exotismo y al mismo tiempo nos miraba de arriba abajo, brutos domados por un dictador y tan prisioneros de sus pasiones y sus rituales que no podían entrar seriamente en el mundo moderno.
Creíamos que la libertad, al ventilarnos el país, iría despejando toda esa panoplia de espectros; que el ejemplo de nuestra democracia y la riqueza de nuestra mejor tradición ilustrada disiparían poco a poco en el mundo la fama negra de España. Quién nos iba a vaticinar que bien entrado el nuevo siglo todo aquello que nos repugnaba por pertenecer a los peores residuos del pasado regresaría convertido en modernidad, incluso en sofisticación. Una mezcla letal de ignorancia, penuria cívica y especulación urbana se ha llevado por delante muchos de nuestros paisajes más hermosos y destruido para siempre el legado de nuestra arquitectura popular: del pasado ahora lo único que queda, lo que se celebra, lo que se conmemora, es lo más retrógrado, ahora convertido en cool, elevado a la categoría inatacable de cultura autóctona, incluso de arte de vanguardia.
Puedo comprender que mi padre se conmoviera viendo una corrida de toros: ahora veo la foto de un torero en la primera página de los periódicos más serios, leo los ríos de prosa artístico-taurina que vuelven a derramarse, y siento vergüenza de mi país, y un aburrimiento sin límites. Ya sé que en España la defensa del trato digno hacia los animales merece el mismo escarnio que se reservaba hace un siglo para las sufragistas. ¿Realmente hay mucha nobleza en el espectáculo de atormentar a un animal y de acabar con él no en ese instante de arte supremo que tanta emoción provoca entre los intelectuales de mi época, sino, como suele ocurrir, después de una repulsiva sucesión de torpes estocadas? Mentes selectas han decidido que las corridas de toros son alta cultura: no deberá extrañarnos que fuera de nuestro país mucha gente siga pensando que toda nuestra cultura son las corridas de toros. Si yo fuera pintor español, incluso si fuera pintor español aficionado a los toros, me causaría cierta desolación que el único artista español digno de la atención del crítico estrella del New York Times sea el torero José Tomás. Leo también, desde lejos, que además de artista José Tomás es poeta. Y no puedo menos que pensar en la vieja tradición de literatos caprichosos dedicados a llenarle la cabeza de pájaros a algunos toreros que tal vez se dedicaron a ese oficio por la simple razón de que les ofrecía la posibilidad de no morirse de hambre. El Llanto por Ignacio Sánchez Mejías es un gran poema, desde luego. Pero no sé si compensa las toneladas de lirismo taurino tan pegajoso como pringue de chorizo que han vuelto a inundar los periódicos, justo cuando los toros, por fin, se van convirtiendo de verdad, para la mayor parte de la ciudadanía, en una penosa antigualla que sólo sobrevive gracias a la subvención, como cualquier otra de nuestras identidades ancestrales.

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HACE UNOS DIAS SE LEYO OPINION DE JOAQUIN SABINA SOBRE EL TEMA, CLARO PARA EL ERA DE PURISIMA Y ORO



Una tarde más que perfecta, sublime
De purísima y oro
ANÁLISIS: La lidia - Feria de San Isidro
JOAQUÍN SABINA 06/06/2008
Aunque a los aficionados las estadísticas nos importan mucho, y porque las emociones hoy, esta tarde, se pusieron de acuerdo con las estadísticas, había unanimidad en el 7, en el 9, en el 10, en el 11, y en la madre que los parió.
El toreo verdadero pone de acuerdo hasta a los disidentes. Desde el paseíllo de purísima y oro, como en las grandes tardes, se notó que José Tomás venía a decir algo alto y claro, a tapar bocas, que dicen los taurinos.
Desde el primer quite, en un toro que no era el suyo, hasta la clamorosa salida a hombros por la Puerta de Madrid, la tarde fue más que perfecta, sublime.
No lo digo yo, lo dicen las miles de personas de todas las clases sociales, con pañuelos y con claveles, que lo aclamaban sólo por donde se ponía a citar a cada toro, por donde los toros cogen el camino de la gloria.
Hacía cuatro décadas que ningún torero cortaba cuatro orejas en Madrid, en la misma tarde.
Fue José Tomás. Yo lo vi. Iba de purísima y oro.
Fue una tarde perfecta, sublime. No lo digo yo, lo dice todo Dios.
JOAQUÍN SABINA 06/06/2008


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LISBOA 13 de Junio de 1888


ENRIQUE VILA-MATAS
En la barbería del Chiado
ENRIQUE VILA-MATAS
13/06/2008

Es probable que toda la literatura de la edad moderna comenzara en el instante en que Montaigne inventó el ensayo, en el momento en que afirmó que escribía con la intención de conocerse a sí mismo. Desde que empezamos a "buscarnos a nosotros mismos", se puso en marcha una lenta pero progresiva desconfianza en las posibilidades del lenguaje y el temor a que éste nos arrastrara a zonas de profunda perplejidad. A principios del siglo pasado, la famosa carta ficticia en la que Hofmannsthal, en nombre de lord Chandos, renunciaba a la escritura antecedería a casos como el de Fernando Pessoa, que percibió muy pronto que la materia verbal no podía llegar a ser nunca una materia plenamente transparente y, consciente de esto, se fraccionó él mismo en una serie de personajes heterónimos: toda una estrategia para poder adaptarse a la imposibilidad de afirmarse como un sujeto indisoluble, compacto y perfectamente perfilado.
Paradójicamente, donde menos asoma la heteronimia en Pessoa es en Libro del desasosiego, el diario personal de Bernardo Soares, ayudante de tenedor de libros de contabilidad de la ciudad de Lisboa, autor ficticio del libro y heterónimo a medias solamente, porque, como decía el propio Pessoa, "no siendo mía la personalidad, es, no diferente de la mía, sino una simple mutilación de ella". Pessoa era Soares, y en cualquier caso era siempre el que entraba en la barbería del Chiado de la manera habitual, con la tranquilidad de hallarse en un lugar familiar, es decir, el que entraba con la calma que sólo obtenía de pisar lugares conocidos: "Tengo calma sólo donde ya he estado". Y era el mismo que, ya dentro de la barbería, hasta las cosas familiares las percibía con la extrañeza y vértigo de Soares, para quien el terror de la velocidad no necesitaba trenes expresos y, además, después escribía lo que había pensado en la barbería. Soares perdía la calma si se iba Pessoa, y Pessoa era el que, al salir Soares a las calles lentas del barrio, se recuperaba de sí mismo, y decía que amaba la calma del mundo. Y la gloria nocturna, decía Soares, de ser grande no siendo nada.
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El Estado portugués lucha contra la dispersión del legado de
Pessoa
La Biblioteca Nacional quiere evitar que los herederos subasten sus
textos inéditos
FRANCESC RELEA - Lisboa - 13/06/2008


El anuncio de una próxima subasta de una parte inédita de la obra de Fernando Pessoa (1888- 1935) en poder de la familia del poeta, ha provocado la reacción del Estado portugués, que trata de evitar que el legado del escritor acabe disperso en manos privadas y fuera del país.
El anuncio de una próxima subasta de una parte inédita de la obra de Fernando Pessoa (1888- 1935) en poder de la familia del poeta, ha provocado la reacción del Estado portugués, que trata de evitar que el legado del escritor acabe disperso en manos privadas y fuera del país. Para ello, la Biblioteca Nacional de Portugal mantiene conversaciones formales con los herederos del escritor para tratar de adquirir una serie de materiales, entre los que destaca el voluminoso dossier Crowley, que reúne toda la documentación sobre la relación que mantuvo Pessoa con el mago inglés Aleister Crowley (1875-1947), así como manuscritos y ejemplares de las revistas Orpheu, Contemporânea y Sudoeste que pertenecieron al creador de los heterónimos.
El diario Público desveló la noticia ayer, víspera de la conmemoración del 120º aniversario del nacimiento del poeta, que Portugal celebra hoy con diversos actos y la publicación de nuevos libros sobre Pessoa. La salida a subasta -por parte de la firma lisboeta Potasio 4- de un tercio del legado pessoano en manos de los herederos ha reabierto el viejo debate sobre el derecho y la capacidad del Estado de impedir la salida del país de bienes que pueden considerarse patrimonio cultural.
El valor del dossier Crowley es incalculable, y su posible venta ya ha despertado el interés de poderosos coleccionistas británicos y estadounidenses. La correspondencia que mantuvo Pessoa con el astrólogo y ocultista es voluminosa. A estos textos hay que añadir los centenares de páginas para una novela que nunca vio la luz, sobre el supuesto suicidio de Crowley, que llevaría por título
Boca del Infierno, el nombre de un acantilado cerca de Cascais donde el mar suele enfurecerse. Crowley realizó un viaje a Lisboa en 1930, y a finales de octubre se denunció su desaparición. Su pitillera fue encontrada en lo alto de la Boca del Infierno con una nota manuscrita, que parecía la despedida de un suicida. Todo resultó ser una farsa, pero la historia dejó un reguero de suposiciones sobre la relación que mantuvo Pessoa con el astrólogo inglés, que se convirtió en una figura de culto en algunas universidades de Gran Bretaña, Estados Unidos e Italia.
Según Jerónimo Pizarro, investigador colombiano que forma parte de un equipo que prepara una edición crítica de la obra de Pessoa, la subasta que se prepara para octubre próximo podría alcanzar precios astronómicos. Si las cifras se disparan es muy difícil que el Estado portugués pueda competir con los privados que acudirán al remate. El director de la Biblioteca Nacional, Jorge Couto, está negociando con los herederos algunas propuestas. La venta al Estado de todo el acervo de Pessoa está descartada, ya que sus sobrinos Manuel Nogueira y Miguel Rosa sólo están dispuestos a vender pieza a pieza. La familia se niega en redondo a hacer declaraciones. Sí ha hablado el propietario de la casa de subastas P4, Luis Trindade, que recientemente sacó a remate el manuscrito Indicios de Ouro y varios cuadernos de Mário de Sá-Carneiro, que estaban en poder de la familia de Pessoa. La Biblioteca Nacional pagó por toda esta obra 30.000 euros.
Inés Pedrosa, directora de la Casa Fernando Pessoa, considera que el Gobierno tiene la obligación de salvaguardar el patrimonio del poeta. Igual opinión tiene Perfecto Cuadrado, traductor de Libro del desasosiego editado por El Acantilado. "Sería bueno que todo el acervo pessoano estuviera junto. La dispersión dificultaría una edición seria del autor", subraya. Cuadrado coincide con Paulo Aragao, del gabinete jurídico de la Biblioteca Nacional, en el sentido de que hay que establecer mecanismos para que el patrimonio nacional se quede en el país. Según la ley orgánica portuguesa de 2007, la Biblioteca Nacional puede autorizar o impedir una transacción al extranjero de manuscritos con valor patrimonial.
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Fernando Pessoa: el tesoro en el arca
MANUEL VICENT
14/06/2008


Antes de destruirse del todo, en la época en que tuvo un alcohol más sosegado, Fernando Pessoa se ganaba la vida como traductor de inglés en algunos despachos comerciales. Con un horario anárquico entraba y salía de las oficinas de Lavado y de Mayer, situadas en la Baixa de Lisboa, y allí tecleaba con una máquina anquilosada la correspondencia mercantil, original y copia, sin hablar con nadie, un oficio que le dejaba tiempo para escribir a lápiz fragmentos de poemas en la misma mesa de trabajo. Hay que imaginarlo con sombrero, pajarita muy rozada, bigote espeso, los lentes ovalados sin montura pinzados en la cepa de la nariz cruzando la Rua da Prata, hecho un dandy ya un poco descalabrado, en dirección al café A Brasileira, donde solía verse con otros escritores y periodistas bohemios, día y noche. Bebía con ellos. Hablaba de proyectos literarios nunca realizados y volvía al trabajo o se iba a la cama. Los camareros sabían los gustos de su hígado. Nada de whisky o de cerveza. Simplemente cazalla, el aguardiente duro que llega más directo al alma de los poetas para calentar sus sueños. En esta época, con 25 años, el café A Brasileira, la del Chiado o la del Rossio, era un eje de humo, que hacía girar una rueda dentada. "Animal, mamífero, placentario, megalómano, con rasgos dipsómanos, poeta, con vocación de escritor satírico, ciudadano universal, filósofo idealista. Soy un degenerado superior". Así se definía cuando estaba muy borracho.
Fernando Pessoa había nacido en Lisboa, en el n.º 4 del Largo de San Carlos, hoy Directorio, el 13 de junio de 1888, vástago de militares y jurisconsultos, mezcla de hidalgos y judíos, todos arruinados como manda la estética. Fue un niño mimado. Desde lo más hondo de la ebriedad el poeta siempre recordaría su infancia en Lisboa como un paraíso lleno de caricias maternales. Requerido igualmente por el amor de algunos virus pasó en la niñez algunos meses en cama y con ello probó también el dulce sabor de estar suavemente enfermo y esperar que venga tu madre a arroparte y darte siempre el beso de buenas noches. Allí en la cama el niño comenzó a hablar con personajes imaginarios que él se inventaba, mientras en la habitación del fondo se oían los gritos de su abuela Dionisia que estaba loca. Aquella dicha duró hasta que a los cinco años murió su padre y el paraíso fue invadido por un extraño. El comandante João Miguel Rosa, cónsul de Portugal en Durban, Natal, contrajo matrimonio por poderes con la viuda y mandó llamar a su esposa e hijastro a Suráfrica, donde el chico fue educado en el high school de esa ciudad e ingresó en la Universidad del Cabo de Buena Esperanza después de ganar a los 15 años el premio Reina Victoria de estilo en lengua inglesa. No tenía amigos. El adolescente Pessoa sólo hablaba con los personajes imaginarios, sus fieles compañeros, que se llevó de Lisboa, fantasmas dotados por él de carne y hueso.
Cuando después de diez años volvió a Portugal de vacaciones con la madre, el padrastro y varias hermanas que habían nacido en Suráfrica, Pessoa se trajo también a cuestas el complejo de Edipo que trató de sacudirse de encima sin llegar a conseguirlo nunca. "Soy un carácter femenino con una inteligencia masculina". La familia regresó a Durban y el joven se quedó en Lisboa a expensas de su tía Ana Luisa. Se matriculó en Filosofía. Entonces devoraba dos libros diarios. Hegel, Kant, Tennyson, Keats, Shelley. Se veía con sus amigos en A Brasileira tres veces al día a cualquier hora. Paseaba. Escribía los primeros poemas simbolistas. Bebía. Daba los consiguientes sablazos y la rueda dentada giraba. En la oficina había conocido a una mecanógrafa llamada Ofelia. Ensayó la forma de enamorase. Le escribía cartas obsesivas y tardó un año en lograr llevarla a pasear a orillas del Tajo, pero allí sentados miraban el curso del agua sin atreverse a rozarse siquiera la yema de los dedos. Cuando la chica, después de tantos suspiros, poemas y cartas, ya entregada, le requirió para casarse, su difusa homosexualidad lo dejó paralizado. "Amémonos tranquilamente, pensando que podríamos / si quisiéramos, cambiar besos y abrazos y caricias, / pero que más vale estar sentados uno junto al otro / oyendo correr el río y viéndolo /". Con el poeta Sa Carneiro, hijo de familia pudiente, imaginó hazañas editoriales. Nada. Mandaba algún poema, algún artículo a las revistas efímeras, El Águila, Renacença, Orpheu, que nacían llenas de entusiasmo y se desvanecían al tercer número. Mientras tanto, en papeles costrosos que guardaba en el bolsillo seguía escribiendo donde le pillara la inspiración, durante el trabajo en los despachos comerciales, al pie de la cazalla en el café, en un banco de la calle, en casa, de noche, de madrugada, siempre, a cualquier hora. Luego metía esos papeles en un arca forrada de terciopelo raído como el náufrago que arroja una botella al mar.
Pessoa había llamado en su ayuda a unos seres imaginarios, herederos de aquellos con los que él hablaba a solas en la infancia. Han sido llamados heterónimos. Se expresaría a través de ellos para enmascararse, como había utilizado el inglés de sus primeros poemas para atacar desde la anarquía juvenil todas las instituciones, la religión, el matrimonio y la patria. Alberto Caeiro sería el panteísta, el poeta de la naturaleza. Ricardo Reis haría de portador de todos los valores paganos, un contemplativo horaciano que veía pasar la vida con una elegante serenidad sabiendo que al final todo se disuelve en la nada. Álvaro de Campos sería el filósofo existencialista, a veces metafísico, destructivo y libre. En medio de estas tres proyecciones de su alma, a veces Pessoa asomaba la propia cabeza. Bebía y la volvía a amagar. Nunca abandonó Lisboa. Un viaje a Cascais en tranvía o a Sintra en un chevrolet imaginario donde recibió en el camino el beso volado de una niña que creía que era un príncipe el que pasaba.
Un buen día recibió la noticia de que su padrastro había muerto en Durban. El joven sintió que un grajo levantaba vuelo desde su nuca. Luego llegó a Lisboa la madre, convertida en una anciana de 58 años. En ese momento creyó de nuevo estar a salvo. Su madre y el poeta amigo Sa Carneiro eran las únicas fuerzas que aún le permitían reconocerse borracho en el espejo. Pero llegó el momento en que su madre murió y Sa Carneiro, que había huido a París, a los 26 años se pegó un tiro en la habitación del hotel. Sin ningún asa donde agarrarse Fernando Pessoa decidió suicidarse lentamente sin dejar nunca de ser un caballero con la bufanda cruzada en el pecho. Ni siquiera tenía hogar propio, siempre a merced de familiares o de fondas con olor a hervido de coliflor. Abandonó las tertulias con sus compañeros bohemios en la Brasileira, aunque siempre había alguien que le metía unos reales en el bolsillo del abrigo para una sopa caliente, pero al final sólo se alimentaba de cazalla. El café Martinho d'Arcade, bajo los soportales de la plaza del Comercio, era su nuevo abrevadero. Allí bebía ya en soledad mientras el arca de casa se iba llenando de papeles. Cuando soñaba aún con publicar su obra, proyecto siempre fracasado, en octubre de 1935 sufrió un cólico hepático. Le llevaron al hospital de San Luís de los Franceses. Entró en coma. El 30 de noviembre en un momento de lucidez dijo a la enfermera: "Dadme las gafas". Fueron sus últimas palabras.
Pasados algunos años, cuando ya había sido olvidado, alguien abrió el arca forrada de terciopelo y encontró el tesoro. En ese arca dormía uno de los más grandes poetas de la literatura universal, el anárquico, proteico, profundo, agnóstico, ocultista, metafísico, existencialista Fernando Pessoa.
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FERNANDO PESSOA a los 13 años

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