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jueves, 29 de mayo de 2008

Ira, miedo y poder - al mundo le falta un tornillo que venga un mecanico para

Para llorar...
Decepcionante tarde de en San Isidro protagonizada por unos mansos toros de Valdefresno
ANTONIO LORCA - Madrid - 28/05/2008
¡

Vaya mansada! Vaya seis bueyes, seis, que se lidiaron, es un decir, ayer, en Madrid. Para llorar. ¡Qué tristeza! Uf, perdonen la lágrima; pero es que es todo tan decadente, tan miserable...
La situación del toro es de alarma nacional. Y lo inaudito, lo incomprensible, es que esta plaza, que acoge a casi 24.000 almas, se llene todos los días para asistir a un espectáculo soporífero en el que los toros no son toros y la mayoría de los toreros parecen funcionarios.
¿Quién será el culpable, por ejemplo, de que los toros de Valdefresno sean excelsos representantes de la más pura escoria? ¿Qué habrá comido estos toros? ¿Estarán enfermos? ¿Qué criterios de selección se han seguido? ¿Conoce el ganadero las características del toro que cría? ¿Quién manda en las ganaderías su casa? ¿Los ganaderos, los toreros, los apoderados, los empresarios...? ¿Por qué compra la empresa de Madrid esta corrida?
¡Qué desolación...! Porque el problema no es sólo de esta ganadería, sino del toro de lidia, al que los taurinos han convertido en un especímen porcino, con andares y comportamiento de tal, imposible para la emoción, impropio para el toreo. Y lo han convertido en la búsqueda constante del toro tonto -artista lo llama el ganadero Juan Pedro Domecq- para que se toree mejor que nunca al animal más descastado de la historia.
¿Pero le importa a alguien este asunto? A nadie. Los ganaderos venden un producto podrido y degenerado; los toreros lo aprueban; los empresarios lo compran, y el público lo sufre en silencio. ¿Por qué? Porque la exigencia desapareció de este espectáculo hace mucho tiempo, y la casta y la bravura han dejado paso al dinero fácil y rápido; del mismo modo que el aficionado ha sido sustituido por un público entusiasta y triunfalista.
Otra lágrima...
Qué espectáculo más deprimente el que ofrecieron ayer unos toros mansos de solemnidad, distraidísimos... Qué tristeza verlos huir acobardados de los caballos, o acudir a los engaños sin entrega alguna, sin fijeza, sin recorrido. Todos se desentendieron de los toreros y buscaron constantemente a algún pariente por los tendidos; el quinto llegó a más y saltó al callejón para ver al público más de cerca.
Todo se contagia, además, y las cuadrillas lidian mal, y los picadores pican con saña ante la pasividad de los matadores. Y aquello parece una capea de pueblo, priman el desorden, las carreras... Un horror.
A la vista de tales circunstancias es fácil imaginar el papel de los toreros. Uceda Leal, voluntarioso y afanoso, sólo pudo lucirse en un par de verónicas al cuarto y en un breve quite al mismo toro. Curro Díaz, que es la elegancia personificada, dibujó otras tres verónicas y tres medias al segundo, trazadas con gracia y empaque. Manejó la muleta con dulzura, pero nada de lo que hizo pudo alcanzar la categoría de lucimiento. Y Salvador Vega, el más necesitado de los tres, lo intentó de manera infructuosa.
En esto de los toros, a veces, muy pocas, se llora de emoción. Las más, de pena. Como ayer.

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Ira, miedo y poder
El tercio de varas, encuentro entre toro, caballo y picador, sigue como el gran marginado de la fiesta
ALBERTO URRUTIA - Madrid - 28/05/2008


Parecen los malos de la película pero no lo son. Esa especie de carniceros a caballo, generalmente de aspecto voluminoso que castigan y hieren al toro con la puya, siempre con exceso, en opinión del público que lo contempla, y suelen recibir en pago a su trabajo una cosecha de silbidos mientras dirigen sus cabalgaduras por el callejón después de haber cumplido con su trabajo. Otras veces, las menos, el deambular de caballo y jinete por el callejón se torna en triunfal paseo, que el piquero tal vez deseara que no acabara nunca, en medio de aplausos sin cuento. Cuando el tercio de varas alcanza toda su plenitud, resulta de las cosas más hermosas que se pueden ver en una corrida de toros. Alguien llamó al encuentro entre toro, caballo y picador, "el tríptico de la ira -del toro-, el miedo -del caballo- y el poder -del picador-".
La conjunción de las tres fuerzas que se reúnen en un buen puyazo posee una belleza plástica inenarrable y hurtada a la contemplación de los espectadores con demasiada frecuencia. Antiguamente, los picadores figuraban en los carteles de toros con los mismos honores que los matadores. La suerte de varas tenía sentido por sí misma, y se apreciaba de manera particular la destreza en su ejecución y la manera de parar al toro y encauzar su embestida hacia el caballo para recibir el castigo, sabiendo defender a la vez a su cabalgadura de las acometidas de éste. De aquellos tiempos dorados para su oficio conservan los picadores el derecho a llevar sus casacas revestidas de oro y el uso del castoreño, el singularísimo sombrero con el que se tocan. Pero había un factor absolutamente diferenciador de la suerte de varas de entonces de la que se realiza en nuestros días: los caballos no llevaban peto. Hoy las cosas han cambiado hasta tal punto que el pobre piquero tiene hasta órdenes previas por parte de los matadores de seguir castigando al toro, a pesar de que éstos simulen en el ruedo a la vista de todo el público señales manifiestas de que paren el castigo.
En las ya inminentes corridas "toristas" de final de feria, la afición venteña exigirá a no dudar que la suerte de varas se produzca de la forma más auténtica posible, poniendo al toro largo, enseñándole los pechos el caballo y apreciando cómo lo para con la vara el picador y le administra el castigo justo, dándole salida como se debe, sin tapársela haciendo la famosa "carioca". Entonces será el momento de protagonismo y, tal vez, gloria para David Prados, Miguel Ángel Herrero, Dionisio Grilo, Tulio Salguero, El Legionario o Luis Alberto Parrón, entre otros excelentes picadores. Todos ellos conocen de sobra que con la mano con la que de verdad se pica es con la izquierda de sostener la rienda del caballo, sabiendo sujetarlo frente a los continuos cabezazos que da el toro en el peto.Los banderilleros figuraban antes con los mismos honores que los diestros

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