La novela de la vida
ANTONIO MUÑOZ MOLINA 31/07/2010
Podría seguir el hilo de mi vida si recordara las circunstancias de cada una de mis lecturas del Quijote, si tuviera a mano cada una de las ediciones en las que he ido leyéndolo. Me acuerdo del color amarillento y del tacto de la primera de todas, que estaba en mi casa por azar, junto a otros dos libros de aspecto rancio y con ilustraciones sombrías y por momentos pavorosas para una imaginación infantil: un Orlando Furioso ilustrado por Gustave Doré, una extraña novela que se titulaba Historia de un hombre contada por su esqueleto, de la que sólo recuerdo, aparte del título, una imagen de la que no podía apartar los ojos: una reunión de damas y caballeros en un salón del siglo XIX y, entre ellos, sentado en un sofá con las piernas cruzadas y sosteniendo un cigarrillo, un esqueleto humano. Casi no había otros libros en toda la casa. Hojearlos, mirar sus ilustraciones cuando aún no sabía leer, era adentrarse en esa penumbra de lejanía temporal que tenían los dormitorios y los armarios de los mayores cuando uno los exploraba en secreto, cuando abría cajones y levantaba tapas de baúles percibiendo olores como de otra época inexplicable, de las vidas que los adultos tenían cuando no estaban con nosotros, o más extrañamente aún, las que habían tenido antes de que nosotros naciéramos, según atestiguaban fotografías en las que nos costaba reconocerlos, de jóvenes que eran, y en las que a veces encontrábamos también las caras de esos desconocidos que eran los muertos.
Así empecé a leer el Quijote, igual que leía cualquier cosa, aunque sean los papeles rotos de las calles, como dice Cervantes de sí mismo. La singularidad de su presencia, el enigma parcial de su origen, los graneros y desvanes de la casa campesina en los que me escondía para leer sin que nadie me molestara, formaban parte del atractivo de la lectura. El papel era áspero, amarillo por el paso del tiempo; en la portada había una fecha de edición que se me antojaba lejanísima, Casa Editorial Calleja, 1884. Siempre he asociado el tacto y el olor de aquel libro con el polvo picante que se levantaba de la trilla, con el del trigo recién almacenado en los graneros y la paja amarilla y seca en los pajares. El lenguaje altisonante de Don Quijote me parecía incomprensible, desde luego, pero el tono de la narración, la figura y el habla de Sancho, el vocabulario, los lugares, me resultaban muy cercanos, mucho más que los de los tebeos, las películas o las novelas de la radio, que eran los otros alimentos de mi imaginación. Yo conocía campesinos sentenciosos y rechonchos que iban montados en sus burros como dice Cervantes que iba Sancho, "como un patriarca". Los paisajes tórridos del verano en los que se recalienta la maltrecha armadura de Don Quijote se parecían mucho a los de mi tierra ya casi manchega; la sensación de oasis que da una umbría de álamos y el fresco de un arroyo o de una acequia eran los mismos en las veredas de las huertas por las que yo caminaba y en esas escenas de reposo y conversación que le gustaba tanto describir a Cervantes. Y también era idéntico el amor de los adultos por los refranes y las historias, que se contaban unas veces acompañando los trabajos del campo y otras durante el descanso para la comida, en verano a la sombra fragante de las higueras y los granados, en invierno junto al fuego, mientras llovía afuera y la tierra estaba demasiado embarrada para trabajar en ella.
Pero en el Quijote siempre es verano. Quizás por eso en el verano se disfruta más de su lectura, a la que yo he vuelto en un día como aquel que eligió el hidalgo demente para su primera salida, "que era uno de los calurosos del mes de julio". Leo desde el principio, a conciencia. Empiezo a leer como un experimento, queriendo limpiarme de ideas preconcebidas y de rutinas de lector, dispuesto a aceptar mis reacciones verdaderas ante cada página y cada línea, sin distracción ni reverencia, sin apresuramiento, con la atención y la lentitud necesarias, dispuesto a reconocer el tedio, si es que llega a presentarse, con esa actitud de honradez conmigo mismo sin la cual no hay lectura verdadera. Leería con un cuaderno y un lápiz a mano, si no fuera tan perezoso.
Al cabo de una semana el experimento se ha convertido en una ocupación gozosa que me llena las horas del día, que me mantiene en ese estado de lucidez ligeramente ebria que es también el que nos dan la música o la pintura cuando nos gustan mucho y las grandes caminatas y las buenas conversaciones con amigo del alma. En una época de presentismo atolondrado el Quijote puede parecer una antigualla, o peor todavía, un clásico, un monumento, una estatua a la que nadie se acerca. Pero es la novela más moderna, más original, más experimental que se ha escrito nunca, la más desvergonzada, la más llena de humanidad, de gente, de historias contadas en voz alta, imaginadas, leídas, de peripecias cómicas y reflexiones sobre la literatura, de ordinariez, de sutileza. Como Moby Dick, el Quijote es cada vez mucho más rara de lo que uno recordaba. Los detalles materiales tienen la precisión y el resplandor de los objetos en un cuadro de Caravaggio; pero la historia, el idioma en el que está escrita, se transforman casi en cada página, como si Cervantes hubiera querido abarcar todas las posibilidades de la facultad de contar y todas las hablas que caben en la lengua.
Por uno de esos azares inverosímiles que Cervantes no se tomaría la molestia de justificar me llega en plena lectura un libro de Francisco Rico, El texto del 'Quijote'. Con todo el peso de su erudición, que no le impide el disfrute pleno y gozoso de la literatura, como a tantos expertos, el profesor Rico examina la novela como si estudiara al microscopio la textura de un lienzo, el origen y la calidad de los pigmentos, los minuciosos procesos materiales sin los cuales no existiría una obra maestra. Y al revelar los caminos por los cuales el texto que leemos ha llegado hasta nosotros Francisco Rico nos hace más sensibles aún a la cualidad viva y urgente de la escritura del Quijote: "Un libro manifiesta y deliberadamente abierto, episódico, entreverado de núcleos que tuvieron o pudieron tener una vida previa más o menos independiente y que luego se integraron en un diseño mayor, al que por otro lado se fueron añadiendo todavía diversos complementos no previstos". Lo que Cervantes nos dio fue nada menos que la gran libertad de la novela, dice Rico: "El Quijote no se ha concebido con la trabazón y la linealidad de las obras impresas, sino con la libertad de una plática entre amigos, con los cambios de registro y los zigzagueos que conducen la conversación de un asunto a otro, de la sonrisa a la gravedad, de la noticia seria y la hipérbole a la mentira descarada".
Quién se atrevería a escribir hoy una novela así.
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