ENRIQUE VILA-MATAS
En la barbería del Chiado
ENRIQUE VILA-MATAS
13/06/2008
Es probable que toda la literatura de la edad moderna comenzara en el instante en que Montaigne inventó el ensayo, en el momento en que afirmó que escribía con la intención de conocerse a sí mismo. Desde que empezamos a "buscarnos a nosotros mismos", se puso en marcha una lenta pero progresiva desconfianza en las posibilidades del lenguaje y el temor a que éste nos arrastrara a zonas de profunda perplejidad. A principios del siglo pasado, la famosa carta ficticia en la que Hofmannsthal, en nombre de lord Chandos, renunciaba a la escritura antecedería a casos como el de Fernando Pessoa, que percibió muy pronto que la materia verbal no podía llegar a ser nunca una materia plenamente transparente y, consciente de esto, se fraccionó él mismo en una serie de personajes heterónimos: toda una estrategia para poder adaptarse a la imposibilidad de afirmarse como un sujeto indisoluble, compacto y perfectamente perfilado.
Paradójicamente, donde menos asoma la heteronimia en Pessoa es en Libro del desasosiego, el diario personal de Bernardo Soares, ayudante de tenedor de libros de contabilidad de la ciudad de Lisboa, autor ficticio del libro y heterónimo a medias solamente, porque, como decía el propio Pessoa, "no siendo mía la personalidad, es, no diferente de la mía, sino una simple mutilación de ella". Pessoa era Soares, y en cualquier caso era siempre el que entraba en la barbería del Chiado de la manera habitual, con la tranquilidad de hallarse en un lugar familiar, es decir, el que entraba con la calma que sólo obtenía de pisar lugares conocidos: "Tengo calma sólo donde ya he estado". Y era el mismo que, ya dentro de la barbería, hasta las cosas familiares las percibía con la extrañeza y vértigo de Soares, para quien el terror de la velocidad no necesitaba trenes expresos y, además, después escribía lo que había pensado en la barbería. Soares perdía la calma si se iba Pessoa, y Pessoa era el que, al salir Soares a las calles lentas del barrio, se recuperaba de sí mismo, y decía que amaba la calma del mundo. Y la gloria nocturna, decía Soares, de ser grande no siendo nada.
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El anuncio de una próxima subasta de una parte inédita de la obra de Fernando Pessoa (1888- 1935) en poder de la familia del poeta, ha provocado la reacción del Estado portugués, que trata de evitar que el legado del escritor acabe disperso en manos privadas y fuera del país.El Estado portugués lucha contra la dispersión del legado de
Pessoa
La Biblioteca Nacional quiere evitar que los herederos subasten sus
textos inéditos
FRANCESC RELEA - Lisboa - 13/06/2008
El anuncio de una próxima subasta de una parte inédita de la obra de Fernando Pessoa (1888- 1935) en poder de la familia del poeta, ha provocado la reacción del Estado portugués, que trata de evitar que el legado del escritor acabe disperso en manos privadas y fuera del país. Para ello, la Biblioteca Nacional de Portugal mantiene conversaciones formales con los herederos del escritor para tratar de adquirir una serie de materiales, entre los que destaca el voluminoso dossier Crowley, que reúne toda la documentación sobre la relación que mantuvo Pessoa con el mago inglés Aleister Crowley (1875-1947), así como manuscritos y ejemplares de las revistas Orpheu, Contemporânea y Sudoeste que pertenecieron al creador de los heterónimos.
El diario Público desveló la noticia ayer, víspera de la conmemoración del 120º aniversario del nacimiento del poeta, que Portugal celebra hoy con diversos actos y la publicación de nuevos libros sobre Pessoa. La salida a subasta -por parte de la firma lisboeta Potasio 4- de un tercio del legado pessoano en manos de los herederos ha reabierto el viejo debate sobre el derecho y la capacidad del Estado de impedir la salida del país de bienes que pueden considerarse patrimonio cultural.
El valor del dossier Crowley es incalculable, y su posible venta ya ha despertado el interés de poderosos coleccionistas británicos y estadounidenses. La correspondencia que mantuvo Pessoa con el astrólogo y ocultista es voluminosa. A estos textos hay que añadir los centenares de páginas para una novela que nunca vio la luz, sobre el supuesto suicidio de Crowley, que llevaría por título
Boca del Infierno, el nombre de un acantilado cerca de Cascais donde el mar suele enfurecerse. Crowley realizó un viaje a Lisboa en 1930, y a finales de octubre se denunció su desaparición. Su pitillera fue encontrada en lo alto de la Boca del Infierno con una nota manuscrita, que parecía la despedida de un suicida. Todo resultó ser una farsa, pero la historia dejó un reguero de suposiciones sobre la relación que mantuvo Pessoa con el astrólogo inglés, que se convirtió en una figura de culto en algunas universidades de Gran Bretaña, Estados Unidos e Italia.
Según Jerónimo Pizarro, investigador colombiano que forma parte de un equipo que prepara una edición crítica de la obra de Pessoa, la subasta que se prepara para octubre próximo podría alcanzar precios astronómicos. Si las cifras se disparan es muy difícil que el Estado portugués pueda competir con los privados que acudirán al remate. El director de la Biblioteca Nacional, Jorge Couto, está negociando con los herederos algunas propuestas. La venta al Estado de todo el acervo de Pessoa está descartada, ya que sus sobrinos Manuel Nogueira y Miguel Rosa sólo están dispuestos a vender pieza a pieza. La familia se niega en redondo a hacer declaraciones. Sí ha hablado el propietario de la casa de subastas P4, Luis Trindade, que recientemente sacó a remate el manuscrito Indicios de Ouro y varios cuadernos de Mário de Sá-Carneiro, que estaban en poder de la familia de Pessoa. La Biblioteca Nacional pagó por toda esta obra 30.000 euros.
Inés Pedrosa, directora de la Casa Fernando Pessoa, considera que el Gobierno tiene la obligación de salvaguardar el patrimonio del poeta. Igual opinión tiene Perfecto Cuadrado, traductor de Libro del desasosiego editado por El Acantilado. "Sería bueno que todo el acervo pessoano estuviera junto. La dispersión dificultaría una edición seria del autor", subraya. Cuadrado coincide con Paulo Aragao, del gabinete jurídico de la Biblioteca Nacional, en el sentido de que hay que establecer mecanismos para que el patrimonio nacional se quede en el país. Según la ley orgánica portuguesa de 2007, la Biblioteca Nacional puede autorizar o impedir una transacción al extranjero de manuscritos con valor patrimonial.
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Antes de destruirse del todo, en la época en que tuvo un alcohol más sosegado, Fernando Pessoa se ganaba la vida como traductor de inglés en algunos despachos comerciales. Con un horario anárquico entraba y salía de las oficinas de Lavado y de Mayer, situadas en la Baixa de Lisboa, y allí tecleaba con una máquina anquilosada la correspondencia mercantil, original y copia, sin hablar con nadie, un oficio que le dejaba tiempo para escribir a lápiz fragmentos de poemas en la misma mesa de trabajo. Hay que imaginarlo con sombrero, pajarita muy rozada, bigote espeso, los lentes ovalados sin montura pinzados en la cepa de la nariz cruzando la Rua da Prata, hecho un dandy ya un poco descalabrado, en dirección al café A Brasileira, donde solía verse con otros escritores y periodistas bohemios, día y noche. Bebía con ellos. Hablaba de proyectos literarios nunca realizados y volvía al trabajo o se iba a la cama. Los camareros sabían los gustos de su hígado. Nada de whisky o de cerveza. Simplemente cazalla, el aguardiente duro que llega más directo al alma de los poetas para calentar sus sueños. En esta época, con 25 años, el café A Brasileira, la del Chiado o la del Rossio, era un eje de humo, que hacía girar una rueda dentada. "Animal, mamífero, placentario, megalómano, con rasgos dipsómanos, poeta, con vocación de escritor satírico, ciudadano universal, filósofo idealista. Soy un degenerado superior". Así se definía cuando estaba muy borracho.Fernando Pessoa: el tesoro en el arca
MANUEL VICENT
14/06/2008
Fernando Pessoa había nacido en Lisboa, en el n.º 4 del Largo de San Carlos, hoy Directorio, el 13 de junio de 1888, vástago de militares y jurisconsultos, mezcla de hidalgos y judíos, todos arruinados como manda la estética. Fue un niño mimado. Desde lo más hondo de la ebriedad el poeta siempre recordaría su infancia en Lisboa como un paraíso lleno de caricias maternales. Requerido igualmente por el amor de algunos virus pasó en la niñez algunos meses en cama y con ello probó también el dulce sabor de estar suavemente enfermo y esperar que venga tu madre a arroparte y darte siempre el beso de buenas noches. Allí en la cama el niño comenzó a hablar con personajes imaginarios que él se inventaba, mientras en la habitación del fondo se oían los gritos de su abuela Dionisia que estaba loca. Aquella dicha duró hasta que a los cinco años murió su padre y el paraíso fue invadido por un extraño. El comandante João Miguel Rosa, cónsul de Portugal en Durban, Natal, contrajo matrimonio por poderes con la viuda y mandó llamar a su esposa e hijastro a Suráfrica, donde el chico fue educado en el high school de esa ciudad e ingresó en la Universidad del Cabo de Buena Esperanza después de ganar a los 15 años el premio Reina Victoria de estilo en lengua inglesa. No tenía amigos. El adolescente Pessoa sólo hablaba con los personajes imaginarios, sus fieles compañeros, que se llevó de Lisboa, fantasmas dotados por él de carne y hueso.
Cuando después de diez años volvió a Portugal de vacaciones con la madre, el padrastro y varias hermanas que habían nacido en Suráfrica, Pessoa se trajo también a cuestas el complejo de Edipo que trató de sacudirse de encima sin llegar a conseguirlo nunca. "Soy un carácter femenino con una inteligencia masculina". La familia regresó a Durban y el joven se quedó en Lisboa a expensas de su tía Ana Luisa. Se matriculó en Filosofía. Entonces devoraba dos libros diarios. Hegel, Kant, Tennyson, Keats, Shelley. Se veía con sus amigos en A Brasileira tres veces al día a cualquier hora. Paseaba. Escribía los primeros poemas simbolistas. Bebía. Daba los consiguientes sablazos y la rueda dentada giraba. En la oficina había conocido a una mecanógrafa llamada Ofelia. Ensayó la forma de enamorase. Le escribía cartas obsesivas y tardó un año en lograr llevarla a pasear a orillas del Tajo, pero allí sentados miraban el curso del agua sin atreverse a rozarse siquiera la yema de los dedos. Cuando la chica, después de tantos suspiros, poemas y cartas, ya entregada, le requirió para casarse, su difusa homosexualidad lo dejó paralizado. "Amémonos tranquilamente, pensando que podríamos / si quisiéramos, cambiar besos y abrazos y caricias, / pero que más vale estar sentados uno junto al otro / oyendo correr el río y viéndolo /". Con el poeta Sa Carneiro, hijo de familia pudiente, imaginó hazañas editoriales. Nada. Mandaba algún poema, algún artículo a las revistas efímeras, El Águila, Renacença, Orpheu, que nacían llenas de entusiasmo y se desvanecían al tercer número. Mientras tanto, en papeles costrosos que guardaba en el bolsillo seguía escribiendo donde le pillara la inspiración, durante el trabajo en los despachos comerciales, al pie de la cazalla en el café, en un banco de la calle, en casa, de noche, de madrugada, siempre, a cualquier hora. Luego metía esos papeles en un arca forrada de terciopelo raído como el náufrago que arroja una botella al mar.
Pessoa había llamado en su ayuda a unos seres imaginarios, herederos de aquellos con los que él hablaba a solas en la infancia. Han sido llamados heterónimos. Se expresaría a través de ellos para enmascararse, como había utilizado el inglés de sus primeros poemas para atacar desde la anarquía juvenil todas las instituciones, la religión, el matrimonio y la patria. Alberto Caeiro sería el panteísta, el poeta de la naturaleza. Ricardo Reis haría de portador de todos los valores paganos, un contemplativo horaciano que veía pasar la vida con una elegante serenidad sabiendo que al final todo se disuelve en la nada. Álvaro de Campos sería el filósofo existencialista, a veces metafísico, destructivo y libre. En medio de estas tres proyecciones de su alma, a veces Pessoa asomaba la propia cabeza. Bebía y la volvía a amagar. Nunca abandonó Lisboa. Un viaje a Cascais en tranvía o a Sintra en un chevrolet imaginario donde recibió en el camino el beso volado de una niña que creía que era un príncipe el que pasaba.
Un buen día recibió la noticia de que su padrastro había muerto en Durban. El joven sintió que un grajo levantaba vuelo desde su nuca. Luego llegó a Lisboa la madre, convertida en una anciana de 58 años. En ese momento creyó de nuevo estar a salvo. Su madre y el poeta amigo Sa Carneiro eran las únicas fuerzas que aún le permitían reconocerse borracho en el espejo. Pero llegó el momento en que su madre murió y Sa Carneiro, que había huido a París, a los 26 años se pegó un tiro en la habitación del hotel. Sin ningún asa donde agarrarse Fernando Pessoa decidió suicidarse lentamente sin dejar nunca de ser un caballero con la bufanda cruzada en el pecho. Ni siquiera tenía hogar propio, siempre a merced de familiares o de fondas con olor a hervido de coliflor. Abandonó las tertulias con sus compañeros bohemios en la Brasileira, aunque siempre había alguien que le metía unos reales en el bolsillo del abrigo para una sopa caliente, pero al final sólo se alimentaba de cazalla. El café Martinho d'Arcade, bajo los soportales de la plaza del Comercio, era su nuevo abrevadero. Allí bebía ya en soledad mientras el arca de casa se iba llenando de papeles. Cuando soñaba aún con publicar su obra, proyecto siempre fracasado, en octubre de 1935 sufrió un cólico hepático. Le llevaron al hospital de San Luís de los Franceses. Entró en coma. El 30 de noviembre en un momento de lucidez dijo a la enfermera: "Dadme las gafas". Fueron sus últimas palabras.
Pasados algunos años, cuando ya había sido olvidado, alguien abrió el arca forrada de terciopelo y encontró el tesoro. En ese arca dormía uno de los más grandes poetas de la literatura universal, el anárquico, proteico, profundo, agnóstico, ocultista, metafísico, existencialista Fernando Pessoa.
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