los libros o textos enunciados existen en el acto de concebirlos, en el momento que precede a la creación.Poco importa que ese momento no llegue nunca, pertenecen ahora a la bibloteca de mi memoria. DAMASCENO MONTEIRO
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viernes, 11 de mayo de 2007
L A V A L L E
Galopaban furiosamente hacia la frontera, porque el coronel Pedernera ha dicho: "Esta misma noche debemos estar en tierra boliviana". Detrás se oyen los disparos de la retaguardia. Y aquellos hombres piensan cuántos camaradas y quiénes de los que cubren aquella huida de siete días habrán sido alcanzados por la gente de Oribe. Hasta que en medio de la noche atraviesan la frontera y pueden derrumbarse y por fin descansar y dormir en paz. Una paz, sin embargo, tan desolada como la que reina en un mundo muerto, en un territorio arrasado por la calamidad, recorrido por silenciosos, lúgubres y hambrientos caranchos. Y cuando a la mañana siguiente Pedernera da orden de montar y de reiniciar la marcha hacia Potosí, aquellos hombres montan a caballo pero permanecen largo tiempo mirando hacia el sur. Todos (también el coronel Pedernera), ciento setenta y cinco rostros, pensativos y taciturnos hombres y también una mujer, mirando hacia el sur, hacia la tierra que se conoce con el nombre de Provincias Unidas (¡Unidas!) del Sur, hacia la región del mundo en que esos hombres han nacido, y donde quedan sus hijos, sus hermanos, sus mujeres, sus madres. ¿Para siempre? Todos miran hacia el sur. También el sargento Aparicio Sosa, con su tachito, con aquel corazón apretado contra su pecho, mira hacia allá. Y también el alférez Celedonio Olmos, que a la edad de diecisiete años se unió a la Legión, junto a su padre y a su hermano, ahora muertos en Quebracho Herrado, para combatir por ideas que se escriben con mayúsculas; palabras que luego van borroneándose y cuyas mayúsculas, antiguas y relucientes torres, se han ido desmoronando por la acción de los años y los hombres. Hasta que el coronel Pedernera comprende que ya basta, y da la orden de marcha y todos tiran de sus riendas y hacen volver sus cabalgaduras hacia el norte. Ya se alejan en medio del polvo, en la soledad mineral, en aquella desolada región planetaria. Y pronto no se distinguirán, polvo entre el polvo. Ya nada queda en la quebrada de aquella Legión, de aquellos míseros restos de la Legión: el eco de sus caballadas se ha apagado; la tierra que desprendieron en su furioso galope ha vuelto a su seno, lenta pero inexorablemente; la carne de Lavalle ha sido arrastrada hacia el sur por las aguas de un río (¿para convertirse en árbol, en planta, en perfume?). Sólo permanecerá el recuerdo brumoso y cada día más impreciso de aquella Legión fantasma. "En las noches de luna --cuenta un viejo indio-- yo también los he visto. Se oyen primero las nazarenas y el relincho de un caballo. Luego aparece, es un caballo muy brioso y lo muenta el general, un blanco como la nieve (así ve el indio al caballo del general). Él lleva un gran sable de caballería y un morrión alto, de granadero." (¡Pobre indio, si el general era un rotoso paisano, con un chambergo de paja sucia y un poncho que ya había olvidado el color simbólico! ¡Si aquel desdichado no tenía ni uniforme de grandero ni morrión, ni nada! ¡Si era un miserable entre miserables!) Pero es como un sueño: un momento más y en seguida desaparece en la sombra de la noche, cruzando el río hacia los cerros del poniente...
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