los libros o textos enunciados existen en el acto de concebirlos, en el momento que precede a la creación.Poco importa que ese momento no llegue nunca, pertenecen ahora a la bibloteca de mi memoria. DAMASCENO MONTEIRO
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miércoles, 31 de octubre de 2012
sábado, 27 de octubre de 2012
ONETTI Y SUS FOTOGRAFIAS
Las fotografías, Mi imagen y yo
En algún papel leí, hace años, que el infierno estaba maliciosamente conformado por los ojos ocupados en mirarnos. La frase, entonces, no era de Borges ni de Sábato ni de Sartre ni mía. [...]
En algún papel leí, hace años, que el infierno estaba maliciosamente conformado por los ojos ocupados en mirarnos. La frase, entonces, no era de Borges ni de Sábato ni de Sartre ni mía. [...]
En cuanto a mí, hace años que aprendí el arte de afeitarme al tacto, para evitar la opinión del espejo, para acudir al trabajo sin el peso de otra depresión.
Es que mi imagen – ustedes me lo muestran – avanza, desde hace tiempo, separada de mí.
Mientras yo permanezco adolescente, calmo, interesado en lo que importa, bondadoso y humilde por indiferencia y por la asombrosa seguridad de que no hay respuestas, ella, mi cara, ha envejecido, se ha puesto amarga y tal vez esté contando o invente historias que no son mías sino de ella.
(Juan Carlos Onetti en Sara Facio, Alicia D'Amico: Retratos y Autoretratos. Ediciones de Crisis, Buenos Aires 1973)
lunes, 22 de octubre de 2012
Profesora Francisca Chica Salas
Comercial Hipolito Vieytes, 3ero primera Turno Tarde
1949
yo todavia no era Damasceno Monteiro, pero fui su alumno.
FERNANDO PESSOA --EL MARINERO
EL MARINERO.
DE
FERNANDO PESSOA
Una sala, sin duda en un castillo antiguo.
La sala se ve que es circular.
En el centro se yergue sobre un catafalco
un ataúd con una doncella de blanco.
Cuatro hachas en los ángulos.
A la derecha, casi frente a quien imagina la sala,
hay una única ventana, alta y estrecha,
que da hacia donde sólo se ve,
entre dos montes lejanos,
un pequeño trozo de mar.
Junto a la ventana velan tres doncellas.
La primera está sentada frente a la ventana,
e espaldas al hacha superior de la derecha.
Las otras dos están sentadas una a cada
lado de la ventana.
Es de noche y hay como [1] un vago resto de luar [2].
Es de noche y hay como [1] un vago resto de luar [2].
PRIMERA VELADORA – Todavía no ha dado hora alguna.
SEGUNDA – No se podría oír. No hay reloj aquí cerca. Dentro de poco debe ser de día.
TERCERA – No: el horizonte está negro.
PRIMERA – ¿No deseas, hermana mía, que nos entretengamos contando lo que fuimos? Es hermoso y siempre es falso...
SEGUNDA – No, no hablemos de eso. Además, ¿fuimos nosotras algo?
PRIMERA – Tal vez. No lo sé. Pero, a pesar de todo, siempre es hermoso hablar del pasado... Las horas han caído y hemos guardado silencio. Por mi parte, he estado mirando la llama de aquella vela. A veces tiembla, otras se hace más amarilla, otras empalidece. No sé por qué ocurre eso. Pero sabemos nosotras, hermanas mías, ¿por qué ocurre cualquier cosa?...
(una
pausa)
SEGUNDA – Hablemos, si queréis, de un pasado que no hubiésemos tenido.
TERCERA – No. Tal vez lo hubiésemos tenido...
PRIMERA – No decís más que palabras. ¡Es tan triste hablar! ¡Es un modo tan falso de olvidarnos!... ¿Y si paseáramos?...
TERCERA
– ¿Dónde?
PRIMERA – Aquí, de un lado para otro. A veces eso va en
busca de sueños.
TERCERA – ¿De qué?
PRIMERA – No sé. ¿Por qué habría de saberlo?
TERCERA – ¿De qué?
PRIMERA – No sé. ¿Por qué habría de saberlo?
(una
pausa)
SEGUNDA – Todo este país es muy triste... En el que yo viví antaño era menos triste. Al atardecer, hilaba sentada junto a mi ventana. La ventana daba al mar y, a veces, había una isla a lo lejos... Muchas veces no hilaba; miraba el mar y me olvidaba de vivir. No sé si era feliz. Ya no volveré a ser aquello que quizá no he sido nunca...
PRIMERA – Fuera de aquí, nunca he visto el mar. Ahí, desde esa ventana, que es la única desde donde el mar se ve, ¡se ve tan poco!... ¿Es hermoso el mar de otras tierras?
SEGUNDA - Sólo el mar de otras tierras es hermoso. El que nosotras vemos nos trae siempre saudades [3] de aquel que no veremos nunca...
(una
pausa)
PRIMERA – ¿No decíamos que íbamos a contar nuestro pasado?
SEGUNDA – No, no lo decíamos.
TERCERA – ¿Por qué no habrá reloj en esta sala?
SEGUNDA – No lo sé... Pero así, sin reloj, todo es más lejano y misterioso. La noche pertenece más a sí misma... ¿Quién sabe si podríamos hablar así si supiéramos la hora que es?
PRIMERA – En mí todo es triste, hermana mía. Paso diciembres en el alma... Estoy procurando no mirar a la ventana... Sé que desde allí se ven, a lo lejos, montes... Yo fui feliz antaño más allá de los montes... Yo era una niña. Cogía flores todo el día y antes de dormirme pedía que no me las quitasen... No sé qué tiene esto de irreparable que me dan ganas de llorar... Eso sólo pudo ser lejos de aquí... ¿Cuándo llegará el día?...
TERCERA – ¿Qué importa? Llega siempre de la misma manera... siempre, siempre, siempre...
(una
pausa)
SEGUNDA - Contémonos cuentos unas a otras... Yo no sé ningún cuento, pero eso no daña... Tan sólo el vivir daña... No rocemos por la vida ni siquiera la orla de nuestros vestidos... No, no os levantéis. Eso sería un gesto y cada gesto interrumpe un sueño... En este momento yo no soñaba, pero me agrada pensar que podía haber estado soñando... Mas el pasado, ¿por qué no hablamos del pasado?
PRIMERA – Hemos decidido no hacerlo... Pronto rayará el día y nos arrepentiremos... Con la luz los sueños se adormecen... El pasado no es más que un sueño... Además, ni siquiera sé lo que no es sueño... Si miro atentamente el presente, me parece que ya pasó... ¿Qué es cualquier cosa? ¿Cómo pasa? ¿Cómo es por dentro el modo con que pasa?... Ah, hablemos, hermanas mías, hablemos en alto, hablemos todas juntas... El silencio comienza a tomar cuerpo, comienza a ser cosa... Siento que me envuelve como una niebla... ¡Ah, hablad, hablad!...
SEGUNDA – ¿Para qué? Os observo a las dos y al punto no os veo... Parece que entre nosotras han crecido abismos... Tengo que agotar la idea de que os puedo ver para poder llegar a veros... Este aire caliente es frío por dentro en el lugar donde toca el alma... Debería sentir ahora manos imposibles deslizándose por mis cabellos –es el gesto con que hablan de las sirenas... (Cruza las manos sobre las rodillas. Pausa.) Hace un momento, cuando no pensaba en nada, estaba pensando en mi pasado.
PRIMERA – También yo debía haber estado pensando en el mío...
TERCERA – Yo ya no sabía en qué pensaba... Tal vez en el pasado de los otros..., en el pasado de gente maravillosa que nunca existió... Junto a la casa de mi madre corría un riachuelo... ¿Por qué correría, y por qué no correría más lejos o más cerca?... ¿Hay alguna razón para que una cosa sea lo que es? ¿Existe para ello una razón verdadera y real como mis manos?...
SEGUNDA – Las manos no son verdaderas ni reales... Son misterios que habitan nuestra vida... A veces, cuando contemplo mis manos tengo miedo de Dios... No hay viento que mueva las llamas de las velas y, mirad, se mueven... ¿Hacia dónde se inclinan?... ¡Qué pena si alguien pudiese responder!... Siento grandes deseos de oír extrañas músicas que deben ahora estar tocando en palacios de otros continentes... Siempre es lejanía [4] en mi alma... Tal vez, porque cuando era niña, corrí tras las olas a la orilla del mar. Llevé la vida de la mano por entre las rocas, bajamar, cuando el mar parece haber cruzado las manos sobre el pecho y haberse adormecido cual estatua de ángel para que nunca más nadie mirase...
TERCERA – Tus frases me recuerdan mi alma...
SEGUNDA – Quizá por no ser verdaderas... Mal sé que las digo... Las repito siguiendo una voz que no oigo y que me las está murmurando en secreto... Pero debo haber vivido realmente a la orilla del mar... Amo todo cuanto se mece... Hay olas en mi alma. Al caminar me balanceo... Ahora me gustaría caminar...
No lo hago porque nunca vale la pena hacer nada, sobre todo lo que se quiere hacer... Es de los montes de lo que tengo miedo... Es insufrible su quietud y su grandeza... Deben tener un secreto de piedra y se niegan a saber que lo tienen... Si asomándome a esta ventana pudiese dejar de ver montes, asomaría un momento a mi alma alguien en quien me sentiría feliz...
PRIMERA – Yo, por mi parte, amo los montes... Del lado de acá de todos los montes la vida es siempre fea... Del lado de allá, donde vive mi madre, solíamos sentarnos a la sombra de los tamarindos y hablar de ir a ver otras tierras... Allí era todo alegre y duradero como el canto de dos aves, una a cada lado del camino... La floresta no tenía otros claros que nuestros pensamientos... Y nuestro sueño era que los árboles proyectasen en el suelo otra calma que no sus sombras... Fue realmente así como vivimos, yo y no sé si alguien más... Decidme que fue verdad esto para que no tenga que llorar...
SEGUNDA – Viví entre rocas y acechaba el mar... La orla de mi falda era fresca y salada golpeando mis piernas desnudas... Era pequeña y extraña... Hoy tengo miedo de haber sido... El presente me parece que duermo... Habladme de las hadas. Nunca le oí a nadie hablar de ellas... El mar era demasiado grande para hacer pensar en las hadas... En la vida conforta ser niño... ¿Eras feliz, hermana mía?
PRIMERA – Empiezo en este instante a haberlo sido antaño... Además, todo aquello murió en las sombras... Los árboles lo vivieron más que yo... Nunca llegó y yo apenas tenía esperanzas... Y tú, hermana, ¿por qué no hablas?
TERCERA – Me causa horror que de aquí a poco os haya dicho ya lo que os voy a decir. Mis palabras presentes, apenas las diga, pertenecerán ya al pasado, quedarán fuera de mí, no sé donde, rígidas y fatales... Hablo, y pienso esto en mi garganta, y mis palabras me parecen gente... Tengo un miedo superior a mí misma. Siento en mi mano, no sé cómo, la llave de una puerta desconocida. Y toda yo soy un amuleto o un sagrario que tuviesen conciencia de sí mismos. Por esto es por lo que me aterra ir por una floresta oscura, a través del misterio de hablar... Y, al final, ¿quién sabe si soy yo así y si esto es sin duda lo que siento?...
PRIMERA – ¡Cuesta tanto saber lo que se siente cuando nos fijamos en nosotros mismos!... Incluso vivir sabe a costar tanto cuando uno se da cuenta que vive... Habla, pues, sin advertir que existes... ¿No nos ibas a decir quién eras?
TERCERA – Lo que antaño era ya no recuerda quien soy...
¡Pobre de la feliz que fui!... Yo he vivido entre las sombras de las ramas, y
todo en mi alma son hojas que se estremecen. Cuando camino bajo el sol mi
sombra es fresca. Pasé la fuga de mis días al lado de fuentes, donde mojaba,
cuando soñaba vivir, las puntas apacibles de mis dedos... A veces, a la orilla
de los lagos, me asomaba y me contemplaba... Cuando sonreía, mis dientes eran
misteriosos en el agua... Tenían una sonrisa sólo suya, independiente de la
mía... Sonreía siempre sin motivo... Habladme de la muerte, del fin de todo,
para que tenga un motivo que recordar...
PRIMERA – No hablemos de nada, de nada... Hace más frío, pero ¿por qué hace más frío? No hay ninguna razón para que haga más frío. No es precisamente más frío lo que hace... ¿Para qué tenemos que hablar?... Es mejor cantar, no sé por qué... El canto, cuando la gente canta por la noche, es una persona alegre y sin miedo que entra de repente en el cuarto y lo anima consolándonos... Podría cantaros una canción que cantábamos en casa de mi pasado. ¿Por qué no queréis que os la cante?
TERCERA – No merece la pena, hermana mía... Cuando alguien canta no puedo estar conmigo. Necesito no poder recordarme. Y luego todo mi pasado se hace otro y lloro una vida muerta que llevo conmigo y que no viví nunca. Siempre es demasiado tarde para cantar, así como siempre es demasiado tarde para no cantar...
PRIMERA – No hablemos de nada, de nada... Hace más frío, pero ¿por qué hace más frío? No hay ninguna razón para que haga más frío. No es precisamente más frío lo que hace... ¿Para qué tenemos que hablar?... Es mejor cantar, no sé por qué... El canto, cuando la gente canta por la noche, es una persona alegre y sin miedo que entra de repente en el cuarto y lo anima consolándonos... Podría cantaros una canción que cantábamos en casa de mi pasado. ¿Por qué no queréis que os la cante?
TERCERA – No merece la pena, hermana mía... Cuando alguien canta no puedo estar conmigo. Necesito no poder recordarme. Y luego todo mi pasado se hace otro y lloro una vida muerta que llevo conmigo y que no viví nunca. Siempre es demasiado tarde para cantar, así como siempre es demasiado tarde para no cantar...
(una
pausa)
PRIMERA – Pronto será de día... Guardemos silencio... La vida así lo quiere. Junto a la casa en que nací había un lago. Yo iba allí y me sentaba a su orilla, sobre un tronco que había caído casi dentro del agua... Me sentaba en la punta y mojaba en el agua los pies, estirando los dedos hacia abajo. Después miraba fijamente las puntas de los pies, pero no para verlos. No se por qué, pero me parece que este lago nunca ha existido... Recordarlo es como no poder acordarme de nada... ¿Quién sabe por qué digo esto y si fui yo quien vivió lo que recuerdo?...
SEGUNDA
– Nos ponemos tristes cuando soñamos a la orilla del mar... No podemos ser lo
que queremos ser, porque lo que queremos ser lo queremos siempre haber sido en
el pasado... Cuando la ola se quiebra y bulle la espuma, parece que hay mil
voces diminutas hablando. La espuma tan sólo parece fresca a quien la cree
una... Todo es mucho y no sabemos nada... ¿Queréis que os cuente lo que soñaba
a la orilla del mar?
PRIMERA
– Puedes contarlo, hermana mía; pero nada en nosotras necesita que nos lo cuentes...
Si es hermoso, me pesa ya el haberlo oído. Y si no es hermoso, espera...
cuéntalo sólo después de cambiarlo...
SEGUNDA – Voy a contároslo. No es totalmente falso, porque sin duda nada es totalmente falso. Debe haber sido así... Un día, me encontré recostada sobre la cima fría de una roca, y había olvidado que tenía padre y madre y que había habido en mí, infancia y otros días; ese día vi a lo lejos como una cosa que sólo yo pensara ver, el pasar vago de una vela... Luego desapareció... Cuando reparé en mí, me di cuenta que ya tenía ese sueño mío... No sé dónde empezó... Nunca volví a ver otra vela... Ninguna vela de los navíos que de aquí zarpan se parece a aquella, ni siquiera cuando hay luna y los navíos pasan de lejos, lentamente...
PRIMERA – Por la ventana veo un barco a lo lejos. Tal vez es el que viste...
SEGUNDA – No, hermana mía; el que ves busca sin duda algún puerto... Es imposible que el que yo vi buscase algún puerto...
PRIMERA – ¿Por qué me has respondido?... Puede ser... No he visto ningún barco por la ventana... Deseaba ver uno y te hablé de él para no entristecerme... Ahora cuéntanos lo que soñaste a la orilla del mar...
SEGUNDA – Soñaba con un marinero que se hubiese perdido en una isla lejana. En la isla había firmes palmeras, pocas, que rondaban ociosas aves... No vi si alguna vez se posaban... Desde que se salvó del naufragio, el marinero vivía allí... Como no tenía medio de volver a su patria, y sufría cada vez que la recordaba, se puso a soñar una patria que nunca hubiese tenido; se puso a imaginar que hubiera sido suya otra patria, otra suerte de país con otro tipo de paisajes, y otra gente, y otra forma de andar por las calles y de asomarse a las ventanas... A cada rato, construía en sueños esta falsa patria, nunca dejaba de soñar, por el día bajo la sombra exigua de las grandes palmeras, que se recortaba, orlada de puntas, en el suelo arenoso y caliente; por la noche, tendido en la playa, de espaldas, y sin fijarse en las estrellas.
PRIMERA – ¡Qué no haya habido un árbol que motease sobre mis manos extendidas la sombra de un sueño como ese!...
SEGUNDA – Voy a contároslo. No es totalmente falso, porque sin duda nada es totalmente falso. Debe haber sido así... Un día, me encontré recostada sobre la cima fría de una roca, y había olvidado que tenía padre y madre y que había habido en mí, infancia y otros días; ese día vi a lo lejos como una cosa que sólo yo pensara ver, el pasar vago de una vela... Luego desapareció... Cuando reparé en mí, me di cuenta que ya tenía ese sueño mío... No sé dónde empezó... Nunca volví a ver otra vela... Ninguna vela de los navíos que de aquí zarpan se parece a aquella, ni siquiera cuando hay luna y los navíos pasan de lejos, lentamente...
PRIMERA – Por la ventana veo un barco a lo lejos. Tal vez es el que viste...
SEGUNDA – No, hermana mía; el que ves busca sin duda algún puerto... Es imposible que el que yo vi buscase algún puerto...
PRIMERA – ¿Por qué me has respondido?... Puede ser... No he visto ningún barco por la ventana... Deseaba ver uno y te hablé de él para no entristecerme... Ahora cuéntanos lo que soñaste a la orilla del mar...
SEGUNDA – Soñaba con un marinero que se hubiese perdido en una isla lejana. En la isla había firmes palmeras, pocas, que rondaban ociosas aves... No vi si alguna vez se posaban... Desde que se salvó del naufragio, el marinero vivía allí... Como no tenía medio de volver a su patria, y sufría cada vez que la recordaba, se puso a soñar una patria que nunca hubiese tenido; se puso a imaginar que hubiera sido suya otra patria, otra suerte de país con otro tipo de paisajes, y otra gente, y otra forma de andar por las calles y de asomarse a las ventanas... A cada rato, construía en sueños esta falsa patria, nunca dejaba de soñar, por el día bajo la sombra exigua de las grandes palmeras, que se recortaba, orlada de puntas, en el suelo arenoso y caliente; por la noche, tendido en la playa, de espaldas, y sin fijarse en las estrellas.
PRIMERA – ¡Qué no haya habido un árbol que motease sobre mis manos extendidas la sombra de un sueño como ese!...
TERCERA
– Déjala hablar... No la interrumpas... Conoce palabras que las sirenas le
enseñaron... Entorno los ojos para poder escucharla... Cuenta, hermana mía,
cuenta... Me duele el corazón por no haber sido tú cuando soñabas a la orilla
del mar...
SEGUNDA – Durante años y años, día a día, el marinero
erigía en un sueño continuo su nueva tierra natal... Todos los días ponía una
piedra de sueño en ese edificio imposible... Pronto iba teniendo un país que
había recorrido ya tantas veces. Recordaba haber transitado ya a lo largo de
sus costas durante horas y horas. Sabía qué color solían tener los crepúsculos
en una bahía del norte, y lo apacible que era arribar, entrada ya la noche, con
el alma apoyada en el murmullo del agua que el navío surcaba, a un gran puerto
del sur en donde antaño había pasado, feliz quizá, de sus mocedades la
supuesta...
(una
pausa)
PRIMERA – Hermana mía, ¿por qué te callas?
SEGUNDA – No se debe hablar demasiado... La vida nos acecha siempre... Toda hora es madre de sueños, pero es preciso no saberlo... Cuando hablo demasiado empiezo a separarme de mí y a oírme hablar. Eso hace que me compadezca de mí misma y sienta excesivamente el corazón, entonces me viene un afligido deseo de tenerlo entre los brazos para mecerlo como a un hijo... Mirad: el horizonte ha empalidecido... El día no puede ya tardar... ¿Es necesario que os hable aún más de mi sueño?
PRIMERA – Cuenta siempre, hermana mía, cuenta siempre... No pares de contar, ni te fijes en los días que nacen... El día nunca nace para quien apoya la cabeza en el seno de las horas soñadas... No retuerzas las manos, recuerda el ruido de una serpiente furtiva... Háblanos más, mucho más, de tu sueño. Es tan verdadero que no tiene sentido ninguno. Sólo pensar en oírte, me emociona...
SEGUNDA – Sí, os hablaré más de mi sueño. Incluso necesito contároslo. A medida que lo voy contando, me lo cuento a mí misma... Son tres escuchando... (De repente, mirando el ataúd, y estremeciéndose.) Tres no... No sé... No sé cuántas...
TERCERA – No hables así... Cuenta deprisa, sigue contando... No hables de cuántos pueden oír... Nunca sabemos cuántas cosas realmente viven y ven y escuchan... Vuelve a tu sueño... El marinero. ¿Qué soñaba el marinero?...
SEGUNDA
– (más bajo, con una voz muy pausada) Al principio creó los paisajes,
después creó las ciudades; más tarde las calles y las travesías, una a una,
cincelándolas en la materia de su alma – una a una las calles, barrio a barrio,
hasta los paredones de los muelles, en donde construyó puertos más tarde... Una
a una las calles, y la gente que las recorría y que las miraba desde las
ventanas... Empezó a conocer a gente [5] como quien
apenas las reconoce... Iba conociendo sus vidas pasadas y sus conversaciones [6] y todo eso como quien tan sólo sueña paisajes y los va
viendo... Luego viajaba, recordado [7], a través del
país que creara... Y así fue construyendo su pasado... Pronto tuvo otra vida
anterior... Tenía ya, en esa nueva patria, un lugar donde había nacido, los
sitios donde había pasado la juventud, los puertos donde había embarcado... Iba
teniendo poco a poco los compañeros de la infancia y más tarde los amigos y
enemigos de su madurez... Todo era diferente de como lo había tenido – ni el
país, ni la gente, ni siquiera su mismo pasado se asemejaban a lo que habían
sido... ¿Me obligáis a que continúe?... ¡Me apena tanto hablar de esto!...
Ahora, al hablaros de ello, me gustaría más estar contando otros sueños...
TERCERA – Continúa, aunque no sepas por qué... Cuanto más te escucho, menos me pertenezco...
PRIMERA – ¿Será bueno realmente que continúes? ¿Debe cualquier historia tener fin? En todo caso sigue... Importa tan poco lo que decimos o no decimos... Velamos las horas que pasan... Nuestro menester es inútil como la Vida...
SEGUNDA – Un día que había llovido mucho, y el horizonte estaba aún muy incierto, el marinero se cansó de soñar... Quiso entonces recordar su patria verdadera..., pero vio que no se acordaba de nada, que no existía para él... No recordaba otra infancia que la de su patria de sueño, ni otra adolescencia que la que se había creado... Toda su vida había sido su vida soñada... Vio que no podía haber existido otra vida... Si de ni una calle, ni de una figura, ni de un gesto materno se acordaba... Y en la vida que le parecía haber soñado, todo era real y había sido... Ni siquiera podía soñar otro pasado, imaginar que hubiese tenido otro, como todos, un momento, pueden creer... Oh hermanas mías, hermanas mías... Hay algo que no sé lo que es, que no os he dicho... algo que explicaría todo esto... Mi alma me desalienta... Mal sé si he estado hablando... Habladme, gritadme para que despierte, para que sepa que estoy aquí ante vosotras y que hay cosas que son tan sólo sueños...
PRIMERA – (con una voz muy baja) No sé que decirte... No me atrevo a mirar a las cosas... ¿Cómo continúa ese sueño?...
SEGUNDA – No sé cómo era el resto... Mal sé cómo era el resto... ¿Por qué ha de haber más?...
PRIMERA – ¿Qué ocurrió después?
TERCERA – Continúa, aunque no sepas por qué... Cuanto más te escucho, menos me pertenezco...
PRIMERA – ¿Será bueno realmente que continúes? ¿Debe cualquier historia tener fin? En todo caso sigue... Importa tan poco lo que decimos o no decimos... Velamos las horas que pasan... Nuestro menester es inútil como la Vida...
SEGUNDA – Un día que había llovido mucho, y el horizonte estaba aún muy incierto, el marinero se cansó de soñar... Quiso entonces recordar su patria verdadera..., pero vio que no se acordaba de nada, que no existía para él... No recordaba otra infancia que la de su patria de sueño, ni otra adolescencia que la que se había creado... Toda su vida había sido su vida soñada... Vio que no podía haber existido otra vida... Si de ni una calle, ni de una figura, ni de un gesto materno se acordaba... Y en la vida que le parecía haber soñado, todo era real y había sido... Ni siquiera podía soñar otro pasado, imaginar que hubiese tenido otro, como todos, un momento, pueden creer... Oh hermanas mías, hermanas mías... Hay algo que no sé lo que es, que no os he dicho... algo que explicaría todo esto... Mi alma me desalienta... Mal sé si he estado hablando... Habladme, gritadme para que despierte, para que sepa que estoy aquí ante vosotras y que hay cosas que son tan sólo sueños...
PRIMERA – (con una voz muy baja) No sé que decirte... No me atrevo a mirar a las cosas... ¿Cómo continúa ese sueño?...
SEGUNDA – No sé cómo era el resto... Mal sé cómo era el resto... ¿Por qué ha de haber más?...
PRIMERA – ¿Qué ocurrió después?
SEGUNDA
– ¿Después? ¿Después de qué? ¿Es después alguna cosa?... Vino un día un
barco... Vino un día un barco... – Sí, sí... Sólo podía haber sido así... –
Vino un día un barco, y pasó por esa isla, y allí no estaba el marinero...
TERCERA – Quizá hubiese regresado a su patria... ¿Pero a
cuál?
PRIMERA – Sí, ¿a cuál? ¿Qué habrían hecho del marinero? ¿Lo sabría alguien?
SEGUNDA – ¿Por qué me lo preguntas? ¿Hay respuesta para algo?
PRIMERA – Sí, ¿a cuál? ¿Qué habrían hecho del marinero? ¿Lo sabría alguien?
SEGUNDA – ¿Por qué me lo preguntas? ¿Hay respuesta para algo?
(una
pausa)
TERCERA – ¿Es absolutamente necesario, aun en tu sueño, que haya existido ese marinero y esa isla?
SEGUNDA – No, hermana mía; nada es absolutamente necesario.
PRIMERA – Al menos, ¿cómo acabó el sueño?
SEGUNDA – No acabó... No sé... Ningún sueño acaba... ¿Sé realmente si no lo continúo soñando, si no lo sueño sin saberlo, si el soñarlo no es esta cosa vaga que llamo mi vida?... No me habléis más... Empiezo a estar segura de algo que no sé lo que es... Avanzan hacia mí, por una noche que no es ésta, los pasos de un horror que desconozco... ¿A quién habré ido a despertar con el sueño mío que os he contado?... Siento un miedo disforme de que Dios hubiese prohibido mi sueño... Sin duda mi sueño es más real de lo que Dios permite... No estéis en silencio... Decidme al menos que la noche va pasando, aunque lo sepa... Mirad, comienza a ser de día... Mirad: va a llegar el día real... Desistamos... No pensemos más... No intentemos seguir en esta aventura interior... ¿Quién sabe lo que está en su final?... Todo esto, hermanas mías, murió con la noche... No hablemos más de ello, ni a nosotras mismas... Es humano y conveniente que tomemos, cada cual, su actitud de tristeza.
TERCERA – Me ha sido tan grato escucharte... No digas que no... Bien sé que no ha merecido la pena... Por eso es por lo que lo he encontrado grato... No ha sido por eso, pero deja que lo diga... Además, la música de tu voz, que he sentido aún más que tus palabras, me deja, quizá por ser tan sólo música, insatisfecha...
SEGUNDA – Todo deja insatisfecha, hermana mía... Los hombres que piensan se cansan de todo, porque todo cambia. Los hombres que pasan lo atestiguan, porque cambian con todo... Eterno y hermoso sólo existe el sueño... ¿Por qué estamos hablando todavía?...
PRIMERA – No lo sé... (mirando el ataúd, bajando la voz) ¿Por qué se muere?
SEGUNDA – Tal vez porque no se sueña bastante...
PRIMERA
– Es posible... Entonces, ¿no valdría la pena encerrarnos en el sueño y olvidar
la vida para que la muerte nos olvidase?...
SEGUNDA – No, hermana mía, nada vale la pena...
TERCERA – Hermanas mías, ya es de día... Mirad: la línea de los montes se maravilla... ¿Por qué no lloramos?... Esa que finge estar ahí era hermosa y joven como nosotras, y soñaba también... Estoy segura de que su sueño era el más hermoso de todos... ¿Qué soñaría ella?...
PRIMERA – Habla más bajo. Quizá nos escucha, y ya sabe para qué sirven los sueños...
TERCERA – Hermanas mías, ya es de día... Mirad: la línea de los montes se maravilla... ¿Por qué no lloramos?... Esa que finge estar ahí era hermosa y joven como nosotras, y soñaba también... Estoy segura de que su sueño era el más hermoso de todos... ¿Qué soñaría ella?...
PRIMERA – Habla más bajo. Quizá nos escucha, y ya sabe para qué sirven los sueños...
(una
pausa)
SEGUNDA – Tal vez nada de esto sea verdad... Todo este silencio, y esta muerta, y este día que nace, tal vez no son más que un sueño... Mirad bien todo esto... ¿Creéis que pertenece a la vida?...
PRIMERA – No lo sé. No sé cómo se es de la vida... ¡Ah, qué inmóvil estás! Y tus ojos tan tristes parece que lo están inútilmente...
SEGUNDA – No merece la pena estar triste de otro modo... ¿No os apetece que nos callemos? Es tan extraño estar viviendo... Todo lo que sucede es increíble, tanto en la isla del marinero como en este mundo... Mirad, ya está verde el cielo... El horizonte sonríe oro... Siento que me escuecen los ojos por haber pensado en llorar...
PRIMERA – Lloraste realmente, hermana mía.
SEGUNDA – Tal vez... No importa... ¿Qué clase de frío es éste [8]?... ¡Ah, es ahora... es ahora!... Respondedme a esto... Respondedme aún una cosa... ¿Por qué la única cosa real en todo esto no será el marinero, y nosotras y todo lo de aquí tan sólo un sueño suyo?...
PRIMERA – No hables más, no hables más... Lo que has dicho es tan extraño que debe ser verdad... No sigas... No sé qué ibas a decir, pero debe ser demasiado para que el alma pueda oírlo... Tengo miedo de lo que no llegaste a decir... Mirad, mirad, ya es de día... Mirad el día... Haced todo lo posible por fijaros sólo en el día, en el día real, ahí fuera... Miradlo, miradlo... Consuela... No penséis, no reflexionéis... Mirad cómo llega, el día... Brilla cual oro en tierra de plata. Las leves nubes se redondean a medida que adquieren color... ¿Y si nada existiese, hermanas mías?... ¿Y si todo fuese, de algún modo, absolutamente cosa ninguna?... ¿Por qué has mirado así?...
(No
le responden. Y nadie había mirado de ninguna manera)
TERCERA – ¿Qué voz es esa con que hablas?... Es de otra... Viene de una especie de lejanía[9].
PRIMERA – No sé... No me recuerdes eso... Debería estar hablando con la voz aguda y trémula del miedo... Pero ya no sé cómo se habla... Entre mi voz y yo se ha abierto un abismo... Todo esto, toda esta conversación y esta noche y este miedo, todo esto debería haber acabado, debería haber acabado de repente, después del horror que nos contaste... Empiezo a sentir que lo olvido, eso que dijiste, y que me hizo pensar que debía gritar de un modo distinto para expresar un horror parecido...
TERCERA – (a
SEGUNDA – Son realmente tres entes diferentes, con vida propia y real. Tal vez Dios sepa por qué... Ah, pero ¿por qué hablamos? ¿Quién nos hace seguir hablando? ¿Por qué hablo yo sin querer hablar? ¿Por qué no vemos que ya es de día?...
PRIMERA
– ¡Quién pudiese gritar para despertarnos! Estoy oyéndome gritar dentro de mí,
pero ya no conozco el camino de mi deseo hacia mi garganta. Siento una
necesidad feroz de tener miedo de que alguien pueda ahora llamar a aquella
puerta. ¿Por qué no llama alguien a la puerta? Sería imposible y yo necesito
tener miedo de eso, de saber de qué es de lo que tengo miedo... ¡Qué extraña me
siento!... Me parece que ya no tengo mi voz... Parte de mí se ha adormecido y
se ha quedado imaginando... Mi pavor ha aumentado pero yo ya no sé sentirlo...
Ya no sé en qué parte del alma se siente... Han puesto al sentimiento mío de mi
cuerpo una mortaja de plomo... ¿Para qué nos has contado tu historia?
SEGUNDA – Ya no recuerdo... Ya casi no recuerdo haberla contado... ¡Parece haber ocurrido hace ya tanto tiempo!... ¡Qué sueño [10], qué sueño absorbe mi modo de mirar las cosas!... ¿Qué es lo que queremos hacer? ¿Qué es lo que ideamos hacer? - ya no sé si es hablar o no hablar...
PRIMERA – No hablemos más. A mí, me cansa el esfuerzo que hacéis para hablar... Me duele el intervalo que hay entre lo que pensáis y lo que decís... Mi conciencia flota en la superficie de mi piel por la somnolencia aterrada de mis sentidos... No sé qué es esto, pero es lo que siento... Necesito decir frases confusas, un poco largas, que cueste decirlas... ¿No sentís todo esto como una araña enorme que nos teje de alma a alma una tela negra que nos prende?
SEGUNDA – No siento nada... Siento mis sensaciones como algo que se siente... ¿Quién es quien estoy siendo?... ¿Quién es quien está hablando con mi voz?... Ah, escuchad...
PRIMERA Y TERCERA – ¿Quién ha sido?
SEGUNDA – Nada. No oí nada... Quise fingir que oía para que supusierais que oíais y yo pudiese creer que había algo que oír... Oh, qué horror, qué horror íntimo nos desprende la voz del alma, y las sensaciones de los pensamientos, y nos hace hablar y sentir y pensar cuando todo en nosotras anhela el silencio y el día y la inconsciencia de la vida... ¿Quién es la quinta persona en esta sala que extiende el brazo y nos interrumpe siempre que vamos a sentir?
PRIMERA – ¿Para qué intentar horrorizarme? No cabe más terror dentro de mí... Peso demasiado en brazos de sentirme. Me he hundido toda en el tibio lodo de lo que supongo que siento. Me penetra por todos los sentidos algo que nos prende y nos vela. Me pesan los párpados en todas mis sensaciones. Se traba la lengua en todos mis sentimientos. Un sueño profundo pega unas a otras las ideas de todos mis gestos. ¿Por qué has mirado así?...
TERCERA – (con una voz muy lenta y apagada) Ah, es ahora, es ahora... Sí, alguien ha despertado... Hay gente que despierta... Cuando alguien entre acabará todo esto... Hasta entonces hagamos lo posible por creer que todo este horror fue un largo sueño que tuvimos mientras dormíamos. Ya es de día... Todo va a terminar... Y de todo esto queda, hermana mía, que sólo tú eres feliz porque crees en el sueño...
SEGUNDA – Ya no recuerdo... Ya casi no recuerdo haberla contado... ¡Parece haber ocurrido hace ya tanto tiempo!... ¡Qué sueño [10], qué sueño absorbe mi modo de mirar las cosas!... ¿Qué es lo que queremos hacer? ¿Qué es lo que ideamos hacer? - ya no sé si es hablar o no hablar...
PRIMERA – No hablemos más. A mí, me cansa el esfuerzo que hacéis para hablar... Me duele el intervalo que hay entre lo que pensáis y lo que decís... Mi conciencia flota en la superficie de mi piel por la somnolencia aterrada de mis sentidos... No sé qué es esto, pero es lo que siento... Necesito decir frases confusas, un poco largas, que cueste decirlas... ¿No sentís todo esto como una araña enorme que nos teje de alma a alma una tela negra que nos prende?
SEGUNDA – No siento nada... Siento mis sensaciones como algo que se siente... ¿Quién es quien estoy siendo?... ¿Quién es quien está hablando con mi voz?... Ah, escuchad...
PRIMERA Y TERCERA – ¿Quién ha sido?
SEGUNDA – Nada. No oí nada... Quise fingir que oía para que supusierais que oíais y yo pudiese creer que había algo que oír... Oh, qué horror, qué horror íntimo nos desprende la voz del alma, y las sensaciones de los pensamientos, y nos hace hablar y sentir y pensar cuando todo en nosotras anhela el silencio y el día y la inconsciencia de la vida... ¿Quién es la quinta persona en esta sala que extiende el brazo y nos interrumpe siempre que vamos a sentir?
PRIMERA – ¿Para qué intentar horrorizarme? No cabe más terror dentro de mí... Peso demasiado en brazos de sentirme. Me he hundido toda en el tibio lodo de lo que supongo que siento. Me penetra por todos los sentidos algo que nos prende y nos vela. Me pesan los párpados en todas mis sensaciones. Se traba la lengua en todos mis sentimientos. Un sueño profundo pega unas a otras las ideas de todos mis gestos. ¿Por qué has mirado así?...
TERCERA – (con una voz muy lenta y apagada) Ah, es ahora, es ahora... Sí, alguien ha despertado... Hay gente que despierta... Cuando alguien entre acabará todo esto... Hasta entonces hagamos lo posible por creer que todo este horror fue un largo sueño que tuvimos mientras dormíamos. Ya es de día... Todo va a terminar... Y de todo esto queda, hermana mía, que sólo tú eres feliz porque crees en el sueño...
SEGUNDA
– ¿Por qué me lo preguntas? ¿Por qué lo he dicho? No, no creo...
Un gallo canta. La luz parece como que [11] aumenta de repente. Las tres veladoras se quedan en silencio y sin mirarse unas a otras.
No muy lejos, por un camino, un carro errante gime y chirría.
Un gallo canta. La luz parece como que [11] aumenta de repente. Las tres veladoras se quedan en silencio y sin mirarse unas a otras.
No muy lejos, por un camino, un carro errante gime y chirría.
11/12, Octubre, 1913.
Borrador de una carta a Adolfo Casais Monteiro
Borrador de una carta a Adolfo Casais
Monteiro
He
tenido siempre, desde niño, la necesidad de aumentar el mundo con
personalidades ficticias, sueños míos rigurosamente construidos, vistos en
visiones de claridad fotográfica, comprendidos por dentro de sus almas. No
tenía yo más de cinco años y, niño aislado y no deseando sino estar así, ya me
acompañaban algunas figuras de mis sueños —un capitán Thibeaut, un Chevalier de
Pas— y otros que ya se me han olvidado, y cuyo olvido, como el imperfecto recuerdo
de aquellos, es una de las grandes añoranzas de mi vida. Esto parece simplemente esa imaginación infantil que se entretiene con la atribución de vida a muñecos o muñecas. Era sin embargo más: yo no necesitaba muñecas para concebir intensamente aquellas figuras. Claras y visibles en mi sueño constante, realidades exactamente humanas para mí, cualquier muñeco, por irreal las arruinaría. Eran gente.
Además, esta tendencia no pasó con la infancia, se desarrolló en la adolescencia, arraigó con su crecimiento, se convirtió finalmente en la forma natural de mi espíritu. Hoy ya no tengo personalidad: cuanto en mí hay de humano lo he repartido entre los autores varios de cuya obra he sido el ejecutor. Soy, hoy, el punto de reunión de una pequeña humanidad sólo mía.
Se trata, a pesar de todo, simplemente del temperamento dramático elevado al máximo; escribiendo, en vez de dramas en actos y acción, dramas de almas. Tan sencillo es, en substancia, este fenómeno aparentemente tan confuso.
No niego, sin embargo —hasta lo acepto—, la explicación psiquiátrica, pero debe comprenderse que toda actividad superior del espíritu, puesto que es anormal, es igualmente susceptible de interpretación psiquiátrica. No me cuesta admitir que esté loco, pero exijo que se comprenda que no estoy loco de manera diferente que Shakespeare, cualquiera que sea el valor relativo de los productos de la parte sana de nuestra locura. Médium, así, de mí mismo, todavía subsisto. Soy, no obstante menos real que los demás, menos coherente, menos personal, eminentemente influenciable por todos ellos. Soy también discípulo de Caeiro, y todavía me acuerdo del día —13 de marzo de 1914— en que, habiendo "oído por primera vez" (es decir, habiendo acabado de escribir, de una sola aspiración de espíritu) gran número de los primeros poemas de El guardador de rebaños, inmediatamente escribí, seguidos, los seis poemas—intersecciones resultado de la influencia de Caeiro en el temperamento de Fernando Pessoa.
Fernando
Pessoa
El cuento de navidad de Auggie Wren
El cuento de navidad de Auggie Wren
por
Paul Auster
Le oí este cuento a Auggie Wren. Dado que
Auggie no queda demasiado bien en él, por lo menos no todo lo bien que a él le
habría gustado, me pidió que no utilizara su verdadero nombre. Aparte de eso, toda
la historia de la cartera perdida, la anciana ciega y la comida de Navidad es
exactamente como él me la contó.
Auggie y yo nos conocemos desde hace casi
once años. Él trabaja detrás del mostrador de un estanco en la calle Court, en
el centro de Brooklyn, y como es el único estanco que tiene los puritos
holandeses que a mí me gusta fumar, entro allí bastante a menudo. Durante mucho
tiempo apenas pensé en Auggie Wren. Era el extraño hombrecito que llevaba una
sudadera azul con capucha y me vendía puros y revistas, el personaje pícaro y
chistoso que siempre tenía algo gracioso que decir acerca del tiempo, de los
Mets o de los políticos de Washington, y nada más.
Pero luego, un día, hace varios años, él
estaba leyendo una revista en la tienda cuando casualmente tropezó con la
reseña de un libro mío. Supo que era yo porque la reseña iba acompañada de una
fotografía, y a partir de entonces las cosas cambiaron entre nosotros. Yo ya no
era simplemente un cliente más para Auggie, me había convertido en una persona
distinguida. A la mayoría de la gente le importan un comino los libros y los
escritores, pero resultó que Auggie se consideraba un artista. Ahora que había
descubierto el secreto de quién era yo, me adoptó como a un aliado, un
confidente, un camarada. A decir verdad, a mí me resultaba bastante embarazoso.
Luego, casi inevitablemente, llegó el momento en que me preguntó si estaría yo
dispuesto a ver sus fotografías. Dado su entusiasmo y buena voluntad, no
parecía que hubiera manera de rechazarle.
Dios sabe qué esperaba yo. Como mínimo, no
era lo que Auggie me enseñó al día siguiente. En una pequeña trastienda sin
ventanas abrió una caja de cartón y sacó doce álbumes de fotos negros e
idénticos. Dijo que aquélla era la obra de su vida, y no tardaba más de cinco
minutos al día en hacerla. Todas las mañanas durante los últimos doce años se
había detenido en la esquina de la Avenida Atlantic y la calle Clinton exactamente a
las siete y había hecho una sola fotografía en color de exactamente la misma
vista. El proyecto ascendía ya a más de cuatro mil fotografías. Cada álbum
representaba un año diferente y todas las fotografías estaban dispuestas en
secuencia, desde el 1 de enero hasta el 31 de diciembre, con las fechas
cuidadosamente anotadas debajo de cada una.
Mientras hojeaba los álbumes y empezaba a
estudiar la obra de Auggie, no sabía qué pensar. Mi primera impresión fue que
se trataba de la cosa más extraña y desconcertante que había visto nunca. Todas
las fotografías eran iguales. Todo el proyecto era un curioso ataque de
repetición que te dejaba aturdido, la misma calle y los mismos edificios una y
otra vez, un implacable delirio de imágenes redundantes. No se me ocurría qué
podía decirle a Auggie; así que continué pasando las páginas, asintiendo con la
cabeza con fingida apreciación. Auggie parecía sereno, mientras me miraba con
una amplia sonrisa en la cara, pero cuando yo llevaba ya varios minutos
observando las fotografías, de repente me interrumpió y me dijo:
—Vas demasiado deprisa. Nunca lo entenderás
si no vas más despacio.
Tenía razón, por supuesto. Si no te tomas
tiempo para mirar, nunca conseguirás ver nada. Cogí otro álbum y me obligué a
ir más pausadamente. Presté más atención a los detalles, me fijé en los cambios
en las condiciones meteorológicas, observé las variaciones en el ángulo de la
luz a medida que avanzaban las estaciones. Finalmente pude detectar sutiles
diferencias en el flujo del tráfico, prever el ritmo de los diferentes días (la
actividad de las mañanas laborables, la relativa tranquilidad de los fines de
semana, el contraste entre los sábados y los domingos). Y luego, poco a poco,
empecé a reconocer las caras de la gente en segundo plano, los transeúntes
camino de su trabajo, las mismas personas en el mismo lugar todas las mañanas,
viviendo un instante de sus vidas en el objetivo de la cámara de Au-ggie.
Una vez que llegué a conocerles, empecé a
estudiar sus posturas, la diferencia en su porte de una mañana a la siguiente,
tratando de descubrir sus estados de ánimo por estos indicios superficiales,
como si pudiera imaginar historias para ellos, como si pudiera penetrar en los
invisibles dramas encerrados dentro de sus cuerpos. Cogí otro álbum. Ya no
estaba aburrido ni desconcertado como al principio. Me di cuenta de que Auggie
estaba fotografiando el tiempo, el tiempo natural y el tiempo humano, y lo
hacía plantándose en una minúscula esquina del mundo y deseando que fuera suya,
montando guardia en el espacio que había elegido para sí. Mirándome mientras yo
examinaba su trabajo, Auggie continuaba sonriendo con gusto. Luego, casi como
si hubiera estado leyendo mis pensamientos, empezó a recitar un verso de
Shakespeare.
—Mañana y mañana y mañana —murmuró entre
dientes—, el tiempo avanza con pasos menudos y cautelosos.
Comprendí entonces que sabía exactamente lo
que estaba haciendo.
Eso fue hace más de dos mil fotografías.
Desde ese día Auggie y yo hemos comentado su obra muchas veces, pero hasta la
semana pasada no me enteré de cómo había adquirido su cámara y empezado a hacer
fotos. Ése era el tema de la historia que me contó, y todavía estoy
esforzándome por entenderla.
A principios de esa misma semana me había
llamado un hombre del New York Times y me había preguntado si querría escribir
un cuento que aparecería en el periódico el día de Navidad. Mi primer impulso
fue decir que no, pero el hombre era muy persuasivo y amable, y al final de la
conversación le dije que lo intentaría. En cuanto colgué el teléfono, sin
embargo, caí en un profundo pánico. ¿Qué sabía yo sobre la Navidad ?, me pregunté.
¿Qué sabía yo de escribir cuentos por encargo?
Pasé los siguientes días desesperado;
guerreando con los fantasmas de Dickens, O. Henry y otros maestros del espíritu
de la Natividad. Las
propias palabras “cuento de Navidad” tenían desagradables connotaciones para
mí, en su evocación de espantosas efusiones de hipócrita sensiblería y melaza.
Ni siquiera los mejores cuentos de Navidad eran otra cosa que sueños de deseos,
cuentos de hadas para adultos, y por nada del mundo me permitiría escribir algo
así. Sin embargo, ¿cómo podía nadie proponerse escribir un cuento de Navidad
que no fuera sentimental? Era una contradicción en los términos, una
imposibilidad, una paradoja. Sería como tratar de imaginar un caballo de carreras
sin patas o un gorrión sin alas.
No conseguía nada. El jueves salí a dar un
largo paseo, confiando en que el aire me despejaría la cabeza. Justo después
del mediodía entré en el estanco para reponer mis existencias, y allí estaba
Auggie, de pie detrás del mostrador, como siempre. Me preguntó cómo estaba. Sin
proponérmelo realmente, me encontré descargando mis preocupaciones sobre él.
—¿Un cuento de Navidad? —dijo él cuando yo
hube terminado. ¿Sólo es eso? Si me invitas a comer, amigo mío, te contaré el
mejor cuento de Navidad que hayas oído nunca. Y te garantizo que hasta la
última palabra es verdad.
Fuimos a Jack’s, un restaurante angosto y
ruidoso que tiene buenos sandwiches de pastrami y fotografías de antiguos
equipos de los Dodgers colgadas de las paredes. Encontramos una mesa al fondo,
pedimos nuestro almuerzo y luego Auggie se lanzó a contarme su historia.
—Fue en el verano del setenta y dos —dijo.
Una mañana entró un chico y empezó a robar cosas de la tienda. Tendría unos
diecinueve o veinte años, y creo que no he visto en mi vida un ratero de
tiendas más patético. Estaba de pie al lado del expositor de periódicos de la
pared del fondo, metiéndose libros en los bolsillos del impermeable. Había
mucha gente junto al mostrador en aquel momento, así que al principio no le vi.
Pero cuando me di cuenta de lo que estaba haciendo, empecé a gritar. Echó a
correr como una liebre, y cuando yo conseguí salir de detrás del mostrador, él
ya iba como una exhalación por la avenida Atlantic. Le perseguí más o menos
media manzana, y luego renuncié. Se le había caído algo, y como yo no tenía
ganas de seguir corriendo me agaché para ver lo que era.
“Resultó que era su cartera. No había nada de
dinero, pero sí su carnet de conducir junto con tres o cuatro fotografías.
Supongo que podría haber llamado a la poli para que le arrestara. Tenía su
nombre y dirección en el carnet, pero me dio pena. No era más que un pobre
desgraciado, y cuando miré las fotos que llevaba en la cartera, no fui capaz de
enfadarme con él. Robert Goodwin. Así se llamaba. Recuerdo que en una de las
fotos estaba de pie rodeando con el brazo a su madre o abuela. En otra estaba
sentado a los nueve o diez años vestido con un uniforme de béisbol y con una
gran sonrisa en la cara. No tuve valor. Me figuré que probablemente era
drogadicto. Un pobre chaval de Brooklyn sin mucha suerte, y, además, ¿qué
importaban un par de libros de bolsillo?
Así que me quedé con la cartera. De vez en
cuando sentía el impulso de devolvérsela, pero lo posponía una y otra vez y
nunca hacía nada al respecto. Luego llega la Navidad y yo me encuentro sin nada que hacer.
Generalmente el jefe me invita a pasar el día en su casa, pero ese año él y su
familia estaban en Florida visitando a unos parientes. Así que estoy sentado en
mi piso esa mañana compadeciéndome un poco de mí mismo, y entonces veo la
cartera de Robert Goodwin sobre un estante de la cocina. Pienso qué diablos,
por qué no hacer algo bueno por una vez, así que me pongo el abrigo y salgo
para devolver la cartera personalmente.
La dirección estaba en Boerum Hill, en las
casas subvencionadas. Aquel día helaba, y recuerdo que me perdí varias veces
tratando de encontrar el edificio. Allí todo parece igual, y recorres una y
otra vez la misma calle pensando que estás en otro sitio. Finalmente encuentro
el apartamento que busco y llamo al timbre. No pasa nada. Deduzco que no hay
nadie, pero lo intento otra vez para asegurarme. Espero un poco más y, justo
cuando estoy a punto de marcharme, oigo que alguien viene hacia la puerta
arrastrando los pies. Una voz de vieja pregunta quién es, y yo contesto que
estoy buscando a Robert Goodwin.
“—¿Eres tú, Robert? —dice la vieja, y luego
descorre unos quince cerrojos y abre la puerta.
“Debe tener por lo menos ochenta años, quizá
noventa, y lo primero que noto es que es ciega.
“—Sabía que vendrías, Robert —dice—. Sabía
que no te olvidarías de tu abuela Ethel en Navidad.
“Y luego abre los brazos como si estuviera a
punto de abrazarme.
“Yo no tenía mucho tiempo para pensar,
¿comprendes? Tenía que decir algo deprisa y corriendo, y antes de que pudiera
darme cuenta de lo que estaba ocurriendo, oí que las palabras salían de mi
boca.
“—Está bien, abuela Ethel —dije—. He vuelto
para verte el día de Navidad.
“No me preguntes por qué lo hice. No tengo ni
idea. Puede que no quisiera decepcionarla o algo así, no lo sé. Simplemente
salió así y de pronto, aquella anciana me abrazaba delante de la puerta y yo la
abrazaba a ella.
“No llegué a decirle que era su nieto. No exactamente,
por lo menos, pero eso era lo que parecía. Sin embargo, no estaba intentando
engañarla. Era como un juego que los dos habíamos decidido jugar, sin tener que
discutir las reglas. Quiero decir que aquella mujer sabía que yo no era su
nieto Robert. Estaba vieja y chocha, pero no tanto como para no notar la
diferencia entre un extraño y su propio nieto. Pero la hacía feliz fingir, y
puesto que yo no tenía nada mejor que hacer, me alegré de seguirle la
corriente.
“Así que entramos en el apartamento y pasamos
el día juntos. Aquello era un verdadero basurero, podría añadir, pero ¿qué otra
cosa se puede esperar de una ciega que se ocupa ella misma de la casa? Cada vez
que me preguntaba cómo estaba yo le mentía. Le dije que había encontrado un
buen trabajo en un estanco, le dije que estaba a punto de casarme, le conté
cien cuentos chinos, y ella hizo como que se los creía todos.
“—Eso es estupendo, Robert —decía, asintiendo
con la cabeza y sonriendo. Siempre supe que las cosas te saldrían bien.
“Al cabo de un rato, empecé a tener hambre.
No parecía haver mucha comida en la casa, así que me fui a una tienda del
barrio y llevé un montón de cosas. Un pollo precocinado, sopa de verduras, un
recipiente de ensalada de patatas, pastel de chocolate, toda clase de cosas.
Ethel tenía un par de botellas de vino guardadas en su dormitorio, así que
entre los dos conseguimos preparar una comida de Navidad bastante decente.
Recuerdo que los dos nos pusimos un poco alegres con el vino, y cuando
terminamos de comer fuimos a sentarnos en el cuarto de estar, donde las butacas
eran más cómodas. Yo tenía que hacer pis, así que me disculpé y fui al cuarto
de baño que había en el pasillo. Fue entonces cuando las cosas dieron otro
giro. Ya era bastante disparatado que hiciera el numerito de ser el nieto de
Ethel, pero lo que hice luego fue una verdadera locura, y nunca me he perdonado
por ello.
“Entro en el cuarto de baño y, apiladas
contra la pared al lado de la ducha, veo un montón de seis o siete cámaras. De
treinta y cinco milímetros, completamente nuevas, aún en sus cajas, mercancía
de primera calidad. Deduzco que eso es obra del verdadero Robert, un sitio
donde almacenar botín reciente. Yo no había hecho una foto en mi vida, y
ciertamente nunca había robado nada, pero en cuanto veo esas cámaras en el
cuarto de baño, decido que quiero una para mí. Así de sencillo. Y, sin pararme
a pensarlo, me meto una de las cajas bajo el brazo y vuelvo al cuarto de estar.
“No debí ausentarme más de unos minutos, pero
en ese tiempo la abuela Ethel se había quedado dormida en su butaca. Demasiado
Chianti, supongo. Entré en la cocina para fregar los platos y ella siguió
durmiendo a pesar del ruido, roncando como un bebé. No parecía lógico
molestarla, así que decidí marcharme. Ni siquiera podía escribirle una nota de
despedida, puesto que era ciega y todo eso, así que simplemente me fui. Dejé la
cartera de su nieto en la mesa, cogí la cámara otra vez y salí del apartamento.
Y ése es el final de la historia.
—¿Volviste alguna vez? —le pregunté.
—Una sola —contestó. Unos tres o cuatro meses
después. Me sentía tan mal por haber robado la cámara que ni siquiera la había
usado aún. Finalmente tomé la decisión de devolverla, pero la abuela Ethel ya
no estaba allí. No sé qué le había pasado, pero en el apartamento vivía otra
persona y no sabía decirme dónde estaba ella.
—Probablemente había muerto.
—Sí, probablemente.
—Lo cual quiere decir que pasó su última
Navidad contigo.
—Supongo que sí. Nunca se me había ocurrido
pensarlo.
—Fue una buena obra, Auggie. Hiciste algo muy
bonito por ella.
—Le mentí y luego le robé. No veo cómo puedes
llamarle a eso una buena obra.
—La hiciste feliz. Y además la cámara era
robada. No es como si la persona a quien se la quitaste fuese su verdadero
propietario.
—Todo por el arte, ¿eh, Paul?
—Yo no diría eso. Pero por lo menos le has
dado un buen uso a la cámara.
—Y ahora tienes un cuento de Navidad, ¿no?
—Sí —dije—. Supongo que sí.
Hice una pausa durante un momento, mirando a
Auggie mientras una sonrisa malévola se extendía por su cara. Yo no podía estar
seguro, pero la expresión de sus ojos en aquel momento era tan misteriosa, tan
llena del resplandor de algún placer interior, que repentinamente se me ocurrió
que se había inventado toda la historia. Estuve a punto de preguntarle si se
había quedado conmigo, pero luego comprendí que nunca me lo diría. Me había
embaucado, y eso era lo único que importaba. Mientras haya una persona que se
la crea, no hay ninguna historia que no pueda ser verdad.
—Eres un as, Auggie —dije—. Gracias por
ayudarme.
—Siempre que quieras —contestó él, mirándome
aún con aquella luz maníaca en los ojos. Después de todo, si no puedes
compartir tus secretos con los amigos, ¿qué clase de amigo eres?
—Supongo que estoy en deuda contigo.
—No, no. Simplemente escríbela como yo te la
he contado y no me deberás nada.
—Excepto el almuerzo.
—Eso es. Excepto el almuerzo.
Devolví la sonrisa de Auggie con otra mía y
luego llamé al camarero y pedí la cuenta.
domingo, 21 de octubre de 2012
JORGE LUIS BORGES
1964
Ya no es mágico el
mundo. Te han dejado.
Ya no compartirás la clara luna
ni los lentos jardines. Ya no hay una
luna que no sea espejo del pasado,
cristal de soledad, sol de agonías.
Adiós las mutuas manos y las sienes
que acercaba el amor. Hoy sólo tienes
la fiel memoria y los desiertos días.
Nadie pierde (repites vanamente)
sino lo que no tiene y no ha tenido
nunca, pero no basta ser valiente
para aprender el arte del olvido.
Un símbolo, una rosa, te desgarra
y te puede matar una guitarra.
II
Ya no seré feliz. Tal vez no importa.
Hay tantas otras cosas en el mundo;
un instante cualquiera es más profundo
y diverso que el mar. La vida es corta
y aunque las horas son tan largas, una
oscura maravilla nos acecha,
la muerte, ese otro mar, esa otra flecha
que nos libra del sol y de la luna
y del amor. La dicha que me diste
y me quitaste debe ser borrada;
lo que era todo tiene que ser nada.
Sólo que me queda el goce de estar triste,
esa vana costumbre que me inclina
al Sur, a cierta puerta, a cierta esquina.
Ya no compartirás la clara luna
ni los lentos jardines. Ya no hay una
luna que no sea espejo del pasado,
cristal de soledad, sol de agonías.
Adiós las mutuas manos y las sienes
que acercaba el amor. Hoy sólo tienes
la fiel memoria y los desiertos días.
Nadie pierde (repites vanamente)
sino lo que no tiene y no ha tenido
nunca, pero no basta ser valiente
para aprender el arte del olvido.
Un símbolo, una rosa, te desgarra
y te puede matar una guitarra.
II
Ya no seré feliz. Tal vez no importa.
Hay tantas otras cosas en el mundo;
un instante cualquiera es más profundo
y diverso que el mar. La vida es corta
y aunque las horas son tan largas, una
oscura maravilla nos acecha,
la muerte, ese otro mar, esa otra flecha
que nos libra del sol y de la luna
y del amor. La dicha que me diste
y me quitaste debe ser borrada;
lo que era todo tiene que ser nada.
Sólo que me queda el goce de estar triste,
esa vana costumbre que me inclina
al Sur, a cierta puerta, a cierta esquina.
Jorge Luis Borges
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